Política exterior, hegemonía y estados pequeños. Carlos Murillo Zamora
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La realidad social no es un hecho dado, sino que es construida por la interacción constante (temporal y espacialmente determinada) entre agentes (individuales y colectivos) y entre éstos y la estructura en la que tienen lugar tales interacciones (Murillo 2002: 21); es decir, “…el mundo social, o más concretamente el sistema internacional, es una construcción humana basada en ideas compartidas… [Por tanto] los hechos sociales existen porque atribuimos intersubjetivamente ciertos significados y funciones a determinados objetos y acciones. Una vez que los representamos colectivamente, confiriéndoles una existencia, se convierten en realidad social, con consecuencias reales” (Sodupe 2003: 166); es decir, “…los hechos adquieren significado porque el observador les da significado” (Rosenau 1976b: 1). Así, los eventos y procesos sólo pueden ser explicados y entendidos al ser observados desde una perspectiva que tenga en cuenta ese carácter de construcción social. J. Searle (1995: 1) reconoce que “hay cosas que existen sólo porque nosotros creemos que existen”, las cuales resultan de una intencionalidad colectiva. A lo cual se suma un tipo particular de hechos: los institucionales, que poseen una especie de “auto-referencialidad” y existen como parte de un conjunto de relaciones sistemáticas con otros hechos (Rosenau 1976a: 35). De ahí que “…dado que los hechos no hablan por sí mismos, sino que tienen significados impuestos sobre ellos por el observador, es crucial recordar que los atributos, motivos y consecuencias adscritos a los actores no son realidad, sino sólo la interpretación de uno de la realidad” (Rosenau 1976b: 2).
Teniendo en cuenta lo anterior, el Constructivismo destaca la conciencia humana y el rol de ésta en las RI, reconociendo la dimensión intersubjetiva de la acción humana y demostrando que los hechos sociales dependen del acuerdo y de las instituciones humanas para existir; por lo que no sólo las identidades y los intereses son socialmente construidos, sino que resultan de factores ideacionales que sólo tienen sentido en un marco cultural compartido (cfr. Ruggie 1998). Eso ocurre tanto en el ámbito local como en el estatal e internacional, por lo que los Estados son construcciones sociales elaboradas a partir de factores materiales e ideacionales mediante una intencionalidad colectiva.51 Por lo tanto, los seres humanos son seres sociales manteniendo relaciones sociales; así “…nosotros hacemos el mundo lo que es, a partir de las materias primas que la naturaleza provee” (Onuf 1998: 59; itálica en el original).
Por consiguiente, toda acción social descansa en una dimensión intersubjetiva, propia de la acción humana. Por ello, las ideas influencian las conductas individuales, que a su vez inciden en las conductas sociales de la colectividad (Murillo 2002: 31). Esto conduce a reconocer el papel fundamental de las identidades y los intereses de los agentes en la construcción de los hechos sociales; que no son cuestiones dadas, sino que están sujetas a los efectos de la interacción diaria que tienen los actores en distintos contextos e interrogantes y desafíos generados durante la acción social, que modifican o consolidan la identidad y los intereses (ibíd.: 40). Ello significa que el rol de los entendimientos intersubjetivos –resultado de esas interacciones– permite dar significado a los incentivos e intereses;52 por lo que el Constructivismo asume que “…los entendimientos e intereses deben ser sostenidos y transformados por los agentes en un interactivo contexto social”; de ahí, por ejemplo, la “construcción social de las crisis”, las cuales “…no pueden ser reducidas en el sentido materialista a ‘choques exógenos’ que alteran la distribución de poder” (Widmaier 2007: 784).
Por supuesto, lo anterior no puede ser explicado y entendido fuera del marco generado por la relación agente-estructura, que es una relación de “constitución mutua” (ibíd.: 34);53 es decir, más que una dualidad es un asunto complejo vinculado a una relación creativa, en la que es posible lograr entendimientos dinámicos de la relación entre agentes (individuales y colectivos) y las instituciones, como intermediadoras de esa relación e interacciones (Hay & Wincott 1998: 956)54 y entre éstas y la estructura. Teniendo en cuenta que la estructura posee tres elementos básicos: estructura material, estructura de intereses y estructura de las ideas; las que se originan en el hecho que (i) los individuos y las organizaciones ayudan a reproducir o transformar la sociedad y (ii) la sociedad está hecha de relaciones sociales, lo que provoca que los agentes y la estructura sean interdependientes (cfr. Wendt 1987: 337-38).
En esa relación agente-estructura, sobre la que se construye la realidad, se considera que “los elementos cognitivos y normativos juegan un rol importante en cómo los actores entienden y explican el mundo” (Surel 2000: 495).55 Esto es importante porque ciertos elementos y factores cuentan en el establecimiento de las diferencias espacial, temporal o sectorial y en la variación de los marcos cognitivos y normativos globales que cada actor posee (ibíd.: 508).56
Esto se hace más importante porque, en general, pero particularmente en el caso de la política exterior, las tendencias empíricas en las últimas décadas han conducido a la convergencia de lo doméstico y lo internacional, al igual que de las agendas de ambos escenarios en áreas temáticas que resultan transfronterizas (téngase en cuenta la referencia a la política transméstica que se mencionó en una sección anterior); lo cual ha hecho que las fronteras estatales se tornen más difusas. Por lo tanto, si, como anotan J. Jupille y J. Caporaso (1999: 431) “las políticas ocurren en un marco de principios, normas, reglas o procedimientos entendidos mutuamente –es decir, en un contexto institucional”, la política exterior resulta un hecho social construido a partir de los principios, normas, reglas, procedimientos y prácticas que tienen lugar en dos ámbitos distintos: el mundo estatal ordenado en términos de no intervención, autonomía y autodeterminación (noción del Estado soberano) y el mundo internacional caracterizado por un orden anárquico construido sobre la idea de igualdad soberana y grandes asimetrías en las capacidades y acciones, en donde las instituciones internacionales resultan claves en la dinámica global y condicionan la conducta de las unidades del sistema; pues al ser constituidas por acuerdos intersubjetivos de los Estados y otros actores, resultan en una constelación de intereses de las agencias gubernamentales que representan al Estado miembro (Zürn 1997: 298). Así se generan procesos de socialización, los cuales analizo más adelante.
Ello hace que las acciones, ideas, expectativas y acuerdos intersubjetivos no floten libremente en el espacio sistémico, por lo cual, como indica A. Wendt (1999: 140), la cultura, entendida como conocimiento compartido, tiene una mayor importancia en la formulación de la política exterior, al resultar esta de una combinación de dos contextos institucionales: el doméstico y el internacional. Sin embargo, el conocimiento resultante de la información procesada en esos ambientes institucionalizados también puede tener carácter privado (que adquiere mayor relevancia cuando el o la representante del Estado ha ocupado el cargo por periodos prolongados), el cual “…consiste de creencias que los actores individuales mantienen a diferencia de otros.” Y agrega este autor (ibíd. 140-1): “En el caso de los Estados esta clase de conocimiento [privado] a menudo provendrá de consideraciones domésticas e ideológicas. Lo cual puede ser un determinante clave de cómo los Estados enmarcan las situaciones internacionales y definen sus intereses nacionales…”; es decir, de cómo las imágenes y cosmovisiones que poseen los decisores sobre el entorno internacional –pero generalmente se asientan en el primer nivel de análisis y acción: el individual–,57 las interacciones bilaterales y multilaterales entre Estados y las expectativas y preferencias moldean la realidad propia y colectiva. Pero al mismo tiempo constituye uno de los factores que permiten una participación más limitada de la opinión pública y de ciertos grupos de interés en la toma de decisiones de la política exterior por la especificidad de algunos de los fenómenos, por el carácter –incluso “místico”– que tradicionalmente ha caracterizado la formulación de dicha política y por la diversidad de normas y reglas que condicionan la conducta de los actores en los marcos institucionales internacionales –en la mayoría de los casos de naturaleza muy distinta al orden doméstico por la anarquía que predomina en el sistema internacional–; a lo cual hago referencia más adelante en este capítulo.
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