Política exterior, hegemonía y estados pequeños. Carlos Murillo Zamora

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Política exterior, hegemonía y estados pequeños - Carlos Murillo Zamora

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los Estados comienzan a interactuar con los otros sus creencias, mantenidas privadamente, inmediatamente llegan a ser una ‘distribución’ de conocimiento que puede tener efectos emergentes” (ibíd.: 141). El conocimiento compartido que emerge de la interacción generará estructuras sociales que condicionarán las identidades y los intereses de los agentes que lo crearon. Ello ratifica el hecho que “…la gente hace la sociedad, y la sociedad hace a la gente” (Onuf 1998: 59); aunque incide de manera diferenciada en las distintas personas, según la posición que éstos ocupen en la estructura doméstica.

      La comprensión de la interacción entre lo doméstico y lo internacional se hace más relevante en un momento en el que la “internacionalización” es cada vez más evidente, producto de fronteras más porosas y de un mayor volumen de flujos transfronterizos.58 Esto incide en la construcción de identidades individuales y colectivas, así como en las expectativas, intereses y preferencias de los Estados en los distintos niveles de acción y esquemas normativos en los que participen.

      Ahora bien, las identidades, intereses, preferencias y expectativas son construidas por los agentes, teniendo en cuenta sus experiencias y percepciones, el contexto cultural, el rol que ocupan en la estructura y sus interacciones con esta y con otros agentes; es decir, aquellas son exógenamente dadas (Wendt 1999: 315); pero se expresan y adquieren sentido en dependencia con lo endógeno. Así no pueden ser explicadas en forma separada del contexto que las condiciona y determina; como el de la dimensión temporal. De ahí la necesidad de observar la toma de decisiones –influenciada por las identidades, intereses, preferencias y roles del decisor, y otros actores colectivos, como grupos de interés– en el ámbito apropiado. Pero también es necesario atender estos aspectos de los agentes porque:

      Los intereses y las identidades estatales pueden moldear el rango de escogencias de políticas que los líderes estatales considerarán apropiadas; pero el rango de opciones de política aceptable puede depender igualmente de hacia quién la política es dirigida, en términos de identidad y poder. Dos factores en particular parecen influenciar la decisión recurrir a la fuerza para promover o implementar normas: la posición del Estado objeto en el sistema internacional y su poder relativo del implementador. (Duffield 2007: 57)

      Los Estados, sobre todo los pequeños, valoran sus posibilidades de éxito de sus acciones externas dependiendo de los destinatarios de tales acciones; no es lo mismo buscar implementar una norma en un contexto regional en donde las partes no muestran grandes asimetrías, que hacerlo en un foro o escenario con presencia de grandes potencias y con profundas brechas en términos de recursos y capacidades a ser afectadas por las nuevas normas o reglas. Lo mismo ocurre en el caso de las superpotencias. Algo similar sucede con la construcción de la agenda internacional o de la inserción de un tema de dicha agenda. Por supuesto, en esta decisión incide también la percepción de sí mismo y las auto-imágenes que tengan los Estados, pues en algunos casos y en ciertas áreas temáticas, Estados con relativo escaso poder e influencia en el sistema internacional podrán lograr que se adopten normas, para ello recurren al prestigio que tengan en el área específica. Esto acontece con países como Costa Rica en materia de derechos humanos. Otra posibilidad es que los Estados pequeños y débiles coordinen esfuerzos para lograr la inserción de un tema o la adopción de una norma o regla en un foro multilateral, aprovechando su peso conjunto relativo.

      Lo anterior es producto de dos factores: 1) los Estados con capacidad para introducir reglas pueden determinar quién es parte del juego de poder en el escenario particular (es decir, definir quién es parte y quién no lo es de un sistema, en calidad de actor); y 2) los Estados con capacidad de definir o restringir el discurso y los temas de la agenda pueden crear identidades sociales y ubicar a los Estados en ellas –llegando a precisar quién es parte y quién no del sistema– (Duffield 2007: 58-9). Esto es lo que sobreviene con las potencias hegemónicas, quienes deciden, en gran parte, la arquitectura del sistema internacional.

      K. Thelen (1999: 375), a partir del aporte de J. Zysman, señala que “la definición de intereses y objetivos es creada en los contextos institucionales y es separada de ellos.” Por consiguiente, debo señalar que la formación de intereses y preferencias es una cuestión endógena y exógena; de ahí que para entender este fenómeno deban observarse los distintos contextos en los que interactúa el decisor. Ello porque los individuos, al igual que los agentes colectivos, tienden a arrastrar las experiencias de un ámbito a otro. Esto se aprecia más cuando se tiene en cuenta que la decisión puede significar la permanencia o retiro del decisor, quien procura mantener y fortalecer su posición. De ahí que “…los actores que entran en una interacción social raramente emergen los mismos” (Johnston 2001: 488); porque, como señala N. Onuf (citado ibíd.: 492), “…las relaciones sociales hacen o construyen a la gente –nosotros mismos– dentro de las clases de seres que somos” (énfasis en el original).

      Ello se hace más evidente y tiene mayor repercusión en el caso de los decisores de política exterior, quienes operan entre dos órdenes e interpretan las realidades de esos dos niveles de acción según sus experiencias, percepciones y expectativas propias; pero también según lo que ellos consideran son los intereses nacionales y cómo éstos se implementan según las condiciones vigentes en cada escenario y momento. Adicionalmente, operan en el punto de convergencia de las normas domésticas e internacionales que están entrelazadas profundamente, pues “muchas de las normas comienzan como normas domésticas y llegan a ser internacionales a través de los esfuerzos emprendedores de varias clases” (Finnemore & Sikkink 1998: 893).

      Hay que reconocer que los conceptos son creados colectivamente y tienen intencionalidad, por lo que adquieren significado en un ámbito específico, lo cual, en el caso de política exterior, dificulta la comprensión de las concepciones para quienes no forman parte de la comunidad de intereses y no son socializados en esos procesos.59

      De esa manera, los intereses y preferencias están relacionados con la construcción de las instituciones, de la misma forma que éstas condicionan a aquellas y a los decisores. Al respecto, cabe citar a H. Milner y R. Keohane (1996: 4) cuando señalan:

      Las instituciones políticas reflejan las preferencias de políticas de los actores domésticos, dado que son intencionalmente creadas para garantizar la búsqueda de políticas particulares. Pero también tienen efectos independientes: crean reglas para la toma de decisiones, ayudan a estructurar agendas y ofrecen ventajas a ciertos grupos mientras desventajas a otros. A través del tiempo, instituciones fuertes pueden moldear las preferencias de política de los actores. Dado que las instituciones tienen efectos, la gente tiene preferencias acerca de las instituciones también como acerca de políticas; y estas preferencias estarán vinculadas.

      De acuerdo con J. Ferojohn (citado Thelen 1999: 376) los “entendimientos y significados culturalmente compartidos” son claves en la selección del posible equilibrio estratégico.60 Así es necesario tener en cuenta la experiencia del decisor (no sólo en el contexto propio de la decisión a adoptar, sino en otros contextos previos y actuales en los que participe el actor); es decir, las causas están vinculadas con cuestiones propias de la motivación y la conducta individual (que son explicadas por los marcos cognitivos y normativos). Asimismo, en mayor o menor medida aquellas son condicionadas por los modelos de recursos y relaciones (cultura) en los que los individuos están insertados (Pierson & Skocpol 2002: 12).

      Las causas de una situación pueden haberse generado en otros momentos y con la participación de otros actores, lo que pudiera no ser observado si no se reconoce la prolongación temporal, espacial y cultural de los procesos. Recurriendo a una analogía, sería como concebir la totalidad de un árbol como sólo la parte que sobresale del suelo, obviando la existencia de raíces y su vinculación con un entorno distinto al del tronco y las ramas –como sucede en la mayoría de los análisis de la formulación de la política exterior–.

      En definitiva, las decisiones no pueden ser observadas, explicadas y entendidas sin considerar los intereses y preferencias de los decisores

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