Para una crítica del neoliberalismo. Rodrigo Castro

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Para una crítica del neoliberalismo - Rodrigo Castro Fuera de serie

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la ruptura con el naturalismo. Entonces nos encontramos con esta diversidad, aunque no se puede negar el aspecto de ruptura que Foucault ha resaltado. En las intervenciones del coloquio lo más llamativo es dejar atrás explícitamente el laissez-faire y en segundo lugar, casi como consecuencia, diseñar un tipo de intervención acorde al gobierno liberal. En la alocución inicial Rougier presenta como una de las grandes confusiones de su tiempo «la identidad planteada entre el liberalismo y la doctrina manchesteriana del laissez-faire» (CWL: 413) Sobre lo primero, insisten la mayoría de participantes no economistas, y el resto guarda silencio, nadie defiende abiertamente el laissez faire y, al contrario, todos están dispuestos a asumir la tarea de pensar la forma de la intervención estatal en el liberalismo.

      Por otra parte, se insiste en la renovación del liberalismo y no en su abandono. Hay un énfasis inicial en el coloquio en que el liberalismo político sería una plasmación concreta de una filosofía de la libertad y un movimiento progresista. Lippmann arenga: «Desde el principio, nos enfrentamos a un hecho brutal: el siglo de progreso hacia la democracia, hacia el individualismo, hacia la libertad económica, hacia al positivismo científico, terminó por una era de guerras, de revolución y de reacción» (CWL: 420). Ante lo anterior no basta, a juicio de Lippmann, repetir las ideas del liberalismo del siglo xix, «la primera tarea de los liberales es hoy, no la de hacer charlas y propaganda, sino indagar y pensar» (CWL: 421). La renovación no puede ser solo una palabra, hay que aplicarse, entonces, en la elaboración de nuevas ideas.

      Baudin alude a autores de la tradición liberal inglesa como J. B. Say, Stuart Mill y Adam Smith, contra los manchesterianos Bastiat, Yves Guyot o Molinari (CWL: 428). Es curioso este mecanismo de legitimación-deslegitimación que proponen como base en las alocuciones iniciales tanto Rougier como Lippmann. De hecho, el primer comentario luego de terminadas las alocuciones será de Baudin y destacará precisamente este punto.

      Me llama la atención el hecho de que los Sres. Rougier y Lippmann hablaron del liberalismo mediante el recubrimiento de la palabra de un matiz especial. El liberalismo, para ellos, no es el que ha sido ayer, sino el que será mañana: un liberalismo suavizado, revisado, renovado. Podemos hacer todo lo posible para modificar el sentido de un viejo término y podemos preguntarnos si no es preferible elegir otro (CWL: 427).

      Habría, en opinión de Rougier, un liberalismo «bien comprendido» (CWL: 410), un verdadero liberalismo, una filosofía tan amplia que a juicio de Mantoux llega a ser increíble que tal amplitud «se asocia en la mente del público, por un accidente histórico, a la doctrina de una pequeña secta de economistas del siglo xix» (CWL: 430). Para Lippmann hablar de liberalismo no es tanto apelar a las viejas formas del siglo xix.

      Así que buscamos, no enseñar una vieja doctrina, sino contribuir en la medida de nuestros medios a la formación de una doctrina de la que ninguno de entre nosotros tiene más que una vaga intuición en el momento actual. Y nosotros debemos pensar en el liberalismo no como algo hecho de una vez y ahora envejecido, sino como algo todavía sin terminar y todavía muy joven (CWL: 423).

      Al mismo tiempo, el manchesterianismo sería una exageración ciega y sectaria del dogma del laissez faire. Sin duda que esta necesidad de legitimación es muy particular, pues ya está concedida por el nombre mismo de liberalismo. Pero aparece la necesidad de rescatar, de purificar, el liberalismo verdadero del manchesterianismo. Este gesto teórico es de mucha importancia y no ha desaparecido del escenario actual de ideas en debate. Mises, con cierta timidez, advierte que «el abandono del término liberalismo puede ser interpretado como una concesión a las ideas totalitarias» (CWL: 429). Hayek, un poco más audaz plantea que «El problema es saber si lo que hoy es designado por la palabra liberalismo cumple con nuestras aspiraciones» (CWL: 429). Rougier recuerda que el laissez faire era un principio progresista que fue mal aplicado.

      La teoría del laissez-faire fue en sus orígenes una doctrina de acción. Consistía en su deseo de derrocar al régimen de los gremios y los controles interiores. Fue más tarde, y un verdadero contrasentido, que se convirtió en una teoría del conformismo social y la abstención del estado (CWL: 431).

      Marlio insiste en que «lo que nos interesa hoy, los problemas que nos ocupan tienen también un carácter político. Tenemos que asociar la palabra política a la palabra económica» (CWL: 429) y Rueff representará la postura más continuista: «Si es nuestra convicción que nuestro esfuerzo debe tender a restaurar el liberalismo, como base permanente de los regímenes económicos y sociales, hay que decirlo abiertamente, en la forma más provocativa» (CWL: 430). Este punto de tensión de legitimación-deslegitimación es, me parece, un elemento que debe llamar la atención, aunque se busca la renovación del liberalismo, se colige de las opiniones de los participantes un desprestigio del liberalismo, incluso la secreta convicción para algunos de que le cabe a los sistemas económico-sociales liberales una responsabilidad en el colapso occidental. Lippmann ofrece un pasaje dramático al respecto:

      Por esto soy de la opinión de que no haremos nada si nos permitimos pensar, y si damos la impresión de que nuestro objetivo es reafirmar y resucitar las fórmulas del liberalismo del siglo xix. Es evidente, al menos para mí, que la libertad no habría sido destruida en la mitad del mundo civilizado, si el serio compromiso de la otra mitad, si el viejo liberalismo no hubiese tenido defectos importantes. Este viejo liberalismo, no se olvide, fue profesado por las clases dominantes de todas las grandes naciones de la civilización occidental. Ciertamente, durante su reinado, se hicieron grandes cosas. Pero no resulta menos cierto que esta filosofía se ha mostrado incapaz de sobrevivir a sí misma y de perpetuarse. No pudo servir de guía para la conducta de los hombres, ya sea mostrándoles el medio para alcanzar su ideal, ya sea enseñándoles a perseguir un ideal realizable. Y no veo ninguna otra manera de concluir que no sea constatando que el viejo liberalismo tenía que ser un conglomerado de verdades y de errores, y que perderíamos nuestro tiempo si nos imaginamos que defender la causa de la libertad es equivalente a esperar que la humanidad retorne ingenuamente y sin reservas al liberalismo de la preguerra (CWL: 420).

      Pero hay que llamar la atención sobre la postura de Rüstow en este escenario de rescate del liberalismo, y en este juego de legitimación-deslegitimación. Los comentarios de Rüstow al respecto aparecerán tarde en el coloquio, recién en la quinta sesión, a diferencia de las intervenciones que he comentado hace poco. Rüstow lanza un ataque directo al ideario de la revolución francesa, concretamente a las nociones de igualdad y fraternidad. Opone ante ello la necesidad de unidad y libertad. La sospecha de conservadurismo de una tal opinión es corroborada por el mismo Rüstow (CWL: 468), que defiende esta concepción y la propone como «objetivo social». No se trataría tanto de entregar solo mayor retorno económico, «sino también una situación vital lo más satisfactoria como sea posible» (CWL: 468). Ya vemos que el programa de cohesión social que Rüstow ha sostenido contra el principio subsidiario de Mises y que he comentado antes tiene unos tintes bien particulares. Esta necesidad de unidad o de inserción social, se explica por la condición natural de los seres humanos. Se expresa en la primera y más simple comunidad que es el matrimonio, y también en el grand mariage que es la sociedad y la comunidad nacional. La unidad es en esta concepción un requisito social equivalente al de la libertad: «Las dos condiciones sociológicas esenciales para la perfección, la salud y bienestar del gran como del pequeño vinculo [mariage] son la unidad y libertad» (CWL: 468). Además del aroma a catecismo de estos comentarios de Rüstow, y la alusión al matrimonio como alegoría social, no hay que perder de vista el desplazamiento a nivel de ideario. La fraternidad y la igualdad son precisamente precondiciones de la integración, de la unidad de la sociedad, la oposición de estos principios solo puede suponer que tal integración o unidad descansa sobre algo que no es la igualdad o la fraternidad, que la unidad se logra de manera diferente. Rüstow hace una doble explicación, siguiendo con la alegoría del matrimonio, la «unidad» puede ser buena, mala o aceptada.

      Así mismo en la más pequeña y más estrecha comunidad de dos seres humanos, en el matrimonio, hay dos extremos el matrimonio dichoso y el matrimonio desdichado: el matrimonio dichoso se caracteriza por la convivencia voluntaria, la armonía, el buen entendimiento,

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