Para una crítica del neoliberalismo. Rodrigo Castro
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El segundo de ellos, Marcel Duchamp, al cual Lazzarato ha dedicado un breve ensayo, siempre prefirió la vida al trabajo de artista. Se consideraba anartista, y no anti-artista, porque no quería instalarse ni en el exterior ni en el interior de la institución del arte, sino en su límite o frontera (2015b: 25). Duchamp pensaba que era una infamia «estar obligado a trabajar para existir», aunque, por supuesto, era consciente de que no era posible esta otra forma de vida sin una «organización radicalmente diferente de la sociedad» (2015b: 21). Se quejaba también de que el artista, atrapado por la división social del trabajo, no pudiera disponer del tiempo necesario para realizar su obra.
Tanto Molinillo de café como los ready-made de Duchamp son, para Lazzarato, buenos ejemplos de la acción perezosa realizada por el artista que se dirige contra el mercado liberal. La primera obra, que descompone un molinillo en todos sus componentes, da un primer paso hacia el descubrimiento del tiempo del acontecimiento, que es el de la duración propia del tiempo presente, el de lo posible y el del devenir que contradice la velocidad y el orden cronológico. Para el anartista, el tiempo ya no coincide con lo que se puede calcular y acumular: no es dinero. Por el contrario, su capital es el tiempo porque dispone del presente, de la duración suficiente para realizar la obra. A lo posible descubierto con el Molinillo de café tras descomponer sus partes y abrirse a la duración, Duchamp lo llama infraleve (inframince), que alude a la dimensión de lo molecular, de las pequeñas percepciones, de las diferencias infinitesimales y de la unión de contrarios. Duchamp comenta así que «el habitante de lo infraleve es un holgazán» (2015b: 28), pero un holgazán que, por cuestionar el statu quo, abre la posibilidad de que surja un acontecimiento político que rompa con el pasado y cree un nuevo mundo.
El ready-made quizá sea la mejor muestra de técnica perezosa. Como la política por excelencia, la democrática, no precisa de ese virtuosismo o saber especializado que exigen los trabajos manuales. El ready-made «es una obra sin artista para realizarla» porque no se fabrica o produce, solo se elige (2015b: 31). El anartista crea esta obra por y con la palabra (2015b: 34). Es así arte conceptual. Además, este procedimiento mecánico permite «salir de la tradición» (2015b: 29), y, en concreto, de la tradición capitalista y del mercado del arte que consideran la creación como la especificidad de la obra artística. Dentro del mercado, el valor (económico) de dicha obra se hace depender de su unicidad, rareza u originalidad. El ready-made constituye, sin embargo, una manera de liberarse de la monetarización de la obra de arte única. Con él se acaba con la idea del original y de la propiedad, más allá de que, como los ready-made estaban firmados, se provocara en muchas ocasiones el mismo efecto que querían evitar (2015b: 30).
Duchamp convierte al ready-made en una técnica espiritual que, de acuerdo con la estética moderna contraria a poéticas y juicios determinantes, permite desprenderse de todos los valores, empezando por los estéticos. Al suspender prejuicios y normas dadas, y elaborar nuevos juicios estéticos, se pone del lado del devenir, del cambio y de la constitución de una nueva subjetividad. Supone una acción perezosa (ociosa), y, por tanto, política, porque la conversión de algo en objeto estético depende de su des-funcionalización e indeterminación. Ni al artista ni a su obra se le puede asignar un lugar determinado porque no disponemos de una norma o principio universal e inmutable que permita fijarlos en una identidad definitiva. Según Duchamp, la técnica espiritual del ready-made permite extraer el objeto «de su ámbito práctico o utilitario y llevarlo a un ámbito completamente vacío» (Lazzarato, 2015b: 31-2). La tarea consistente en escoger o elegir un objeto, en lugar de pintarlo o producirlo, nos introduce en una duración vacía que se abre a lo indeterminado, al tiempo del acontecimiento, ya que el artista renuncia al control consciente de su espíritu sobre lo que hace. Lo que se repite con el ready-made es la singularidad de la experiencia subjetiva de un acontecimiento que deja como huella el objeto artístico. El mismo Duchamp dice que el ready-made es la huella de un acontecimiento. Esto supone que nos hallemos ante una técnica espiritual que, en lugar de representar, convoca la realidad misma, la hace presente. De ahí que, según Lazzarato (2015b: 34), este arte reclame una semiótica de la realidad, que, en algunos aspectos, puede recordar a la elaborada por Pasolini en los ensayos recogidos en Empirismo eretico (1972).
Duchamp nos enseña que la obra en sí no dice nada, pues son los espectadores quienes hacen los cuadros o la obra artística (2015b: 36). Una obra no tiene valor en sí misma: solamente la relación entre artista y público, autor y espectador, le proporciona algún valor, algún sentido. Duchamp sustituye así una teoría sustancial del valor por una teoría relacional de significación claramente política. El verdadero enemigo del arte es el mercado con su economía basada en la especulación (2015b: 38). Dentro del mercado del arte, cuyo funcionamiento en nada difiere del financiero, las industrias y autoridades culturales deciden el valor monetario de las obras. Transforman así el valor estético en monetario, que es lo mismo que hace el neoliberalismo cuando nos impele a convertirnos en capital humano o financiero. La especulación mercantil lleva lo infinito de la valorización capitalista (el dinero que produce dinero) hasta el ámbito del arte. La firma, la repetición y la numeración son las condiciones para introducir una obra en el mercado. Por esta causa, Duchamp multiplica la firma, y se hace llamar Totor, Morice, Duche, Rrose Marcel, Sélavy, Marcel à vie, etc. para destruir la identidad única del autor (2015b: 41). Se entiende así que dijera lo siguiente: «la mejor obra de arte que puede hacerse es el silencio porque no se puede firmar y todo el mundo se aprovecha de él» (2015b: 42). Es decir, el silencio, como la nada, permite un uso común.
El objetivo de Duchamp consiste en pensar el proceso creativo, sea en el arte o en cualquier otra esfera, como proceso de creación o transformación de la subjetividad. El anartista actúa como si fuera un médium o un chamán que nos sitúa en el punto de emergencia de una subjetividad que no tiene nada que ver con la neoliberal. Según Lazzarato (2015b: 44), «no produce un objeto sino una serie de relaciones, intensidades y afectos» que ocasionan «transformaciones incorpóreas» en la subjetividad del artista y del público. Duchamp está enunciando de este modo las condiciones y efectos propios de una desmovilización de carácter político. Esta desmovilización se caracteriza, ciertamente, por suspender o romper las relaciones de poder establecidas —como hace lo político en Rancière—, pero también por abrir el espacio necesario para la construcción de una nueva subjetividad.
Lazzarato considera que la némesis del anartista es Warhol, el verdadero anti-Duchamp. Quizá este sea el mejor ejemplo de rendición total ante los valores y la lógica del mercado neoliberal, sustentada sobre la «repetición, la monetarización y la estetización». El mismo Warhol (2007, 79; Lazzarato, 2015b: 45) ha confesado que «el arte de los negocios es la etapa que sucede al arte. […] ganar dinero es un arte, trabajar es un arte, y los buenos negocios es el arte más bello». El artista se confunde entonces con el hombre de negocios y la Factory de Warhol con la empresa contemporánea. Este ejemplo pone de relieve que, en las sociedades de control, la institución del arte deja de ser, como lo era al menos desde Schiller, una vía para la emancipación y se convierte en «una nueva técnica de gobierno de la subjetividad». El arte aparece entonces como una droga o un «sedante» que facilita la conformidad con el statu quo (2015b: 46), con la hegemonía neoliberal del capitalismo financiero.
En cambio, el arte que defiende Duchamp se corresponde con cualquier actividad que rompe con el statu quo. Esta ruptura se revela incompatible con el dualismo artista/no-artista que impone la división social del trabajo. El mercado neoliberal no hace más que reafirmar estas asignaciones o identidades, y, por tanto, cierra a los demás seres humanos el acceso a la actividad artística. Desde el punto de vista neoliberal, el arte no es una acción que pueda ser compartida por todos; es decir, no tiene nada que ver con la acción común que caracteriza a la política y a la acción perezosa. La diferencia entre estas dos acciones es radical. La del artista reconocido por los mercados, que en esto no difiere