Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
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Una temática que historiográficamente está ligada a la exposición previa es la de la representación política en la esfera local. Frente a este ítem es pertinente señalar que durante muchos años “la historia electoral latinoamericana” estuvo “prisionera de una nueva Leyenda Negra” que estipulaba que la “representación política moderna” en “el continente” había sido “un fracaso” por el protagonismo que los caudillos, el fraude, la violencia, etc., habían tenido sobre ella (Annino, 1995b, p. 7).24
Tras el giro historiográfico acaecido en los años noventa del siglo pasado, dicha concepción fue revaluada, procedimiento que no solo implicó enfocar el problema desde abajo, es decir, investigando el conjunto de prácticas que habían definido “la “entrada” de votantes heterogéneos” en un “mundo supuestamente homogéneo” (Annino, 1995b, p. 8), sino también analizarlo a través de la interacción de “las instituciones, los valores y los actores”, tres categorías políticas que generalmente pertenecían a áreas de estudio separadas (p. 9).
La puesta en práctica de esta opción metodológica significó asumir que, allende los fraudes perpetrados, cada debate electoral estaba ligado a un proceso histórico específico que debía examinarse con una lupa particular.25 Tomando esta ruta se logró constatar que, aunque “la idea de nación moderna, liberal”, apuntaba en la teoría “a la construcción de una monoidentidad colectiva”, en la práctica originó “polidentidades” que marcaron las particularidades de cada país (Annino, 1995b, p. 9).26
La “democracia de las urnas”, corriente disciplinar que nació a raíz de la aplicación de tales preceptos, se concentró entonces en reivindicar la pertinencia de abordar el problema desde las dimensiones constitucionalista, electoral e institucionalista, con el fin de explicar el funcionamiento político de la región, apartándose de la mirada tradicional que concebía a las elecciones “como una farsa o un instrumento de clase”; a los partidos políticos como “un formalismo elitista” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 21) o como “un cuerpo de notables ajeno a los principios de competencia y participación” (p. 26) y a la legislación como un organismo distanciado de la sociedad.27
Utilizando esta tríada analítica se llegó a concluir que la paulatina complejización del acto comicial propició, primordialmente, tres cosas: la primera, que los sufragantes estuvieran por lo general “enrolados en fuerzas electorales, movilizadas colectivamente por las facciones o los partidos” (Sabato, 1999, p. 21). La segunda, que se estimulara la creación de entidades (asociaciones profesionales, sociedades de ayuda mutua, clubes, etc.) que fueron cruciales para la consolidación de la modernización política en Latinoamérica, debido a que terminaron formando “una esfera pública” que se constituyó tanto en un espacio de acción para amplios sectores de la sociedad, como “en una instancia de mediación entre sociedad civil y Estado” (Sabato, 1998, p. 10). Y la tercera, que las personas aptas para votar no siempre desearan hacer uso de su derecho al sufragio.
Hay que anotar, de cualquier modo, que este ausentismo no originó que la población en general —“el hombre (en tanto sujeto de intereses, inclinaciones y expectativas particulares, que se agrupa para bregar colectivamente por éstas)” (Palti, 2007, p. 237)— se marginara de la actividad que se desenvolvió alrededor de cada elección, pues existieron otros mecanismos de intervención.28
La experiencia colombiana es ilustrativa en este sentido: los sujetos que se consagraban “a los menesteres políticos” sabían que no podían actuar despreciando a aquellos “sectores de opinión a los que era necesario persuadir y convencer” (Posada Carbó, 1999, p. 166), más allá de que no cumplieran con las condiciones requeridas para votar. Esto fue así porque, pese a que gran parte de la población era analfabeta, las personas que sabían leer comunicaban sus lecturas en “las conversaciones callejeras, en las tiendas, desde el púlpito” (p. 173), accionar que fomentó que se crearan escenarios de discusión política que estaban por fuera de los canales tradicionales de cooptación. La opinión pública se erigió así en una fuente inequívoca de legitimidad del poder político, ya que en función de ella correspondió a la población, encarnada en las voces emanadas desde los diarios o desde las distintas asociaciones que surgieron a lo largo de la centuria, controlar el gobierno representativo.29
La labor de la prensa alcanzó una fuerza notable en este proceso por dos razones primordiales: a) porque cumplió la misión de dirigirse a una audiencia general con la intención, tanto de “captar voluntades nuevas”, como de incidir “sobre la opinión pública en formación”, convirtiéndose de este modo “en un factor de peso creciente en la vida política local” (Sabato, 1995, p. 134) al politizar el clima de la ciudad, y b) porque se encargó de efectuar “un verdadero despliegue del tema electoral” (p. 133), usualmente organizado a conveniencia de las agrupaciones o de los dirigentes políticos que secundaba. Una de las empresas que acometió, dentro de este ámbito, fue relatar todo lo concerniente a la actividad comicial, reseñando de manera detallada las reuniones que se iban a realizar, citando a asambleas, convocando a sus lectores para que se registraran en las listas de sufragantes, narrando las jornadas electorales y denunciando los fraudes cometidos por la oposición.30
Vale advertir, sin embargo, que la condición sine qua non para garantizar el principio de deliberación fue permitir que los periódicos opinaran libremente, pues esto favoreció que, aparte de representar a la opinión pública, también la constituyeran como tal, desempeñando así una función excepcional “en la definición de las identidades colectivas” al permitir “a los sujetos identificarse como miembros de una determinada comunidad de intereses y valores” (Palti, 2007, p. 198).
La censura ejercida sobre las publicaciones capitalinas en las postrimerías del siglo XIX permite hacer, en conformidad con lo anterior, una doble lectura de lo ocurrido en la época: por un lado, es ostensible que las restricciones impuestas por el Gobierno a los periódicos que no comulgaban con el partido regente (o en contrapartida, los incentivos otorgados a aquellos afines al oficialismo) influyeron notablemente en el decurso de las elecciones municipales, justamente por erigirse en mecanismos de control político.31 Por el otro, es patente que, en su calidad de voceros de la población, algunos de esos periódicos actuaron como un catalizador de la inconformidad que sentían los citadinos frente a la Regeneración, lo cual propició que se pusieran en tela de juicio las bases del sistema que legitimaba la Constitución de 1886.32
La adecuada comprensión de la disquisición hasta aquí expuesta obliga a proporcionar unas directrices finales sobre la ciudadanía: a grandes rasgos, la conformación del ciudadano implicó crear un “universo abstracto de iguales que gozaban de los mismos derechos (y obligaciones) en las nuevas repúblicas en formación” (Sabato, 2010, p. 55). No obstante, la plasmación de estos preceptos en el orbe latinoamericano tropezó con una realidad disímil que no siempre encuadró dentro de los límites definidos por la norma: desde la perspectiva de los “protagonistas populares”, la construcción del vínculo con las autoridades fomentó la formación de “una cultura política específica, cimentada en prácticas de diversa índole”, desplegada en entornos variados, “no exclusivamente políticos” (Gutiérrez y Romero, 2007, p. 155), de las que no solo se derivaron instituciones concretas o instancias de intervención amplia, reguladas y controladas desde arriba —caso de las organizaciones electorales—, sino también de organismos informales, más autónomos, a partir de los cuales se fueron fraguando actitudes, valores e ideas que acabaron generando un tipo de actor particular.
La movilización política que resultó de la interrelación entre ambas esferas, a la par que “abrió espacios de contacto y