Otra Argentina es posible. Néstor Jorge Bolado
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Hay países en donde realmente se forjan fortunas en tiempos relativamente cortos, pero como consecuencia de adecuadas dosis de investigación, desarrollo, esfuerzo, anticipación y descubrimiento de nuevos mercados. Sus titulares son inversores que asumen el riesgo empresario y, en muchos casos, aportan avances tecnológicos, descubrimientos innovadores, reducciones de costos significativas, nuevos productos o servicios de consumo masivo, que han transformado nuestra forma y calidad de vida.
En nuestro país, pese a la potencialidad intelectual de los recursos humanos y el importante stock de capital acumulado disponible, salvo algunas excepciones, no se verifica una adecuada relación entre inversiones, innovaciones y resultados asociados. Importante mano de obra calificada lamentablemente está desaprovechada y buena parte del capital excedente está fuera del circuito financiero, depositado o invertido en el exterior, o bien se atesora localmente en moneda extranjera, financiando el déficit de otros países. En este contexto, a los verdaderos empresarios nacionales, al igual que a las empresas extranjeras que no quieren incurrir en usos y costumbres improcedentes, les resulta muy difícil operar.
Las tres causas principales de la corrupción en nuestro país parecieran ser las instituciones débiles, la falta de justicia y la tolerancia de la sociedad. Estas causas tienen la característica en común de que se retroalimentan y potencian entre sí, en un círculo vicioso.
La tolerancia o predisposición de la sociedad para con la corrupción y los integrantes de las instituciones permite que estas se debiliten, no ejerzan su cometido y no cumplan sus funciones adecuadamente. Las instituciones no son débiles por sí mismas, sino por las propias carencias de quienes las integran y conducen, con desapego a la ética, los valores y los principios constitucionales, invalidando la división e independencia de los poderes y organismos de contralor. Conjuntamente se observan comportamientos corporativos de clase, bajo la falsa consigna de no debilitar o poner bajo sospecha a una institución. Los ejemplos más notorios se ven en el Congreso, la policía y hasta en la Iglesia. Del mismo modo, si no hay una desaprobación y castigo social posterior a todos aquellos que cometen actos indebidos, ya sea penalizándolos o no, se facilita el crecimiento y la propagación de la corrupción.
Sin duda, cuando la justicia es morosa en determinar la culpabilidad o inocencia de los eventuales corruptos pese a pruebas insoslayables, cuando deja prescribir causas por el mero transcurso del tiempo, emite sentencias absolutorias con intencionalidad política en tiempo récord sin un adecuado análisis y, peor aún, cuando hay sospechas de sobornos recibidos por jueces o fiscales, la corrupción crece impunemente.
Se puede evaluar con una concepción bastante amplia que la esencia humana frente a la posibilidad de incurrir en un delito se manifiesta de tres diferentes formas.
Hay determinados individuos que pueden cometer delitos con total facilidad, que pueden justificar por diversos motivos, internalizar e incluso verlo como un modo de vida corriente. No les interesa cambiar y tampoco les preocupan los riesgos que implica ser descubierto, ir a prisión o sufrir una eventual condena social.
En el otro extremo, existen otros individuos que tienen valores muy arraigados y a los que no se les ocurriría pensar en cometer un delito ya sea por su educación, cultura, formación, principios, etc.
Y en el medio de estas dos opuestas caracterizaciones, hay una gran mayoría de individuos para los cuales, independientemente de su posicionamiento frente al delito, la existencia de una justicia que funcione de manera adecuada, con altas probabilidades de ser detectado, juzgado y condenado, y más aún si las condenas son elevadas y están acompañadas de un castigo social, operaría como un fuerte incentivo para actuar de acuerdo a la ley y no incurrir en acciones delictivas. Por ese motivo, cuando la justicia no funciona bien y las probabilidades de salir indemnes de un ilícito son altas, la corrupción y el delito en general crecen de un modo impune.
Por otra parte, a los corruptos les conviene, y por ende propician, la debilidad de las instituciones y designan a funcionarios adecuados en los puestos claves, organismos de contralor y en la Justicia para el logro de sus objetivos. También son los cultores de los slogans: “Siempre se robó”, “Que lo demuestre la justicia” o “Somos perseguidos políticos”. Si son descubiertos en su accionar o algo se complica, poder contar con una Justicia amiga y permeable a los requerimientos y necesidades de los implicados es una ventaja adicional, como así también poder disponer y hacer un uso indebido de los fueros parlamentarios. Se trata del derecho que no resulta lógico pensar que nuestros constituyentes redactaran con el objetivo de proteger a delincuentes comunes que cometieran ilícitos amparados en sus cargos. Evidentemente, hay una mala interpretación y un uso indebido de lo que significan los fueros parlamentarios, propiciados por la misma clase política.
La experiencia nos enseña que los delitos o los actos menores de corrupción en el gobierno nunca terminan solamente en eso. Al contrario, la impunidad con que se pueden cometer hace que individualmente vayan escalando hacia delitos más complejos y/o mayores montos involucrados. A su vez, se produce un crecimiento transversal y cuantitativo del delito asociado y se expande a otras actividades, creando nuevos nichos de corruptelas e incertidumbre.
Una realidad completamente diferente es lo que ocurre en la actividad empresarial privada. Nadie quiere tener en su nómina a empleados corruptos, proclives a cometer delitos o con malos antecedentes. Se sabe que más tarde o más temprano las actitudes dolosas inevitablemente pasan su factura y los costos serán elevados. En la actualidad, es difícil contar con la Justicia para intentar resarcirse del daño sufrido. Mucho peor, puede ocurrir que el autor del delito inicie una acción penal contra el damnificado por daños, perjuicios y mancillar su “buen nombre”. Si se da esa circunstancia, muy conocida por los abogados, se invierten los roles con severas consecuencias y pérdidas económicas adicionales al daño original sufrido. Es muy común en Argentina, a causa de la propia inseguridad jurídica y el garantismo en ocasiones imperante, que la víctima se convierta en victimario. Del mismo modo, si finalmente la Justicia, años mediante, determina la culpabilidad del autor del hecho, este puede falsamente, con el asesoramiento y los recaudos del caso, alegar el beneficio de pobreza y evitar devolver el dinero mal habido y tener que pagar los gastos totales del juicio que adicionalmente recaerán sobre el damnificado.
Se sabe que en muchos países desarrollados también hay actos de corrupción, pero tienen distintas características. Por lo general, el retorno y el sobreprecio igualmente descalificables por cierto son más bajos. La obra a realizar o el bien a adquirir son en verdad necesarios, obedecen a un proyecto de evaluación de inversión, y la calidad es la adecuada al fin perseguido. Además, la justicia funciona de un modo razonable o al menos mejor que la nuestra, y hay mayores riesgos de que una operación fraudulenta o ilícita sea detectada y castigada.
En Argentina, las implicancias de la corrupción local son graves: sobreprecios y retornos porcentualmente más altos que en otros países; obras o bienes que no sirven, son altamente ineficientes o se localizan en lugares inadecuados por razones políticas; que no se construyen y se adelantan los fondos o bien se desvían a otros fines; servicios que no se prestan y se facturan igual; concesiones que no se controlan; subsidios mal otorgados y pagados en exceso; honorarios de consultoría para obras que no se realizarán; contratos mal redactados que terminan en juicios a pagar, tráfico de influencias, y la lista puede seguir, ya que hay una gran dosis de creatividad autóctona.
El denominador común de estos actos es un gran perjuicio para el