Coma: El resurgir de los ángeles. Frank Christman

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Coma: El resurgir de los ángeles - Frank Christman

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nos venciera, mataría el cuerpo mortal de Mario y el Infinito perdería a uno de sus más valiosos ángeles, y el sector oscuro del cosmos ganaría un mortal que aumentaría su poder en el universo Gaia. No podemos permitirlo.

      Haniel levanto la vara sobre su cabeza y los siete ángeles unieron la punta de sus báculos a la vara.

      —Sea como dices —sentenció uno de los ángeles.

      Un trueno ensordecedor surgió de la unión de los báculos. Cada uno de los ángeles se elevó atravesando la cúpula de la estancia. Haniel dejó la vara donde estaba y cogió la antorcha. La puso donde estaba y el fuego que iluminaba la estancia se extinguió. Haniel apagó entonces la antorcha. Abrió la puerta y la cerró tras él, giró el sello y se alejó, desapareciendo por el camino.

      El Regreso

      El avión aterrizó en el aeropuerto de Madrid a las tres de la tarde. Sara y Lupe recogieron el equipaje y pasaron por los controles del aeropuerto. Después, cogieron un taxi hacia la estación de Atocha, donde subieron al AVE que iba a Valencia. Tuvieron que viajar en preferente al no haber plaza. El tren llegó a Valencia dos horas más tarde. Finalmente, un taxi los trasladó a la casa que compartía con su hermano. Era una casa construida después de la guerra por sus abuelos. Estaba situada en el Cabañal; sus padres la reformaron un año antes de tener el accidente. Estaba conformada por un bajo y la planta superior. Sin ser demasiado lujosa, estaba decorada con mucho gusto.

      Sara pagó al taxista y buscó la llave en su bolso. Cuando la encontró abrió la puerta y las dos mujeres entraron. Sara dejó las maletas en el suelo y abrió las ventanas de par en par, la luz penetró en la estancia dejando al descubierto un mobiliario cubierto por sábanas.

      —Ayúdame, Lupe. Quitemos las sábanas.

      Fueron quitando todas las sábanas y amontonándolas en el suelo. Cuando acabaron, Sara se quedó mirando el gran mueble sobre el cual se exhibían fotos de la familia. Sara cogió una en la que aparecía con su hermano. Debía tener quince años. Ambos disfrutaban de la playa en pleno verano. Sara rompió a llorar y Lupe acudió a consolarla. Sara se abrazó a ella incapaz de contener el llanto, mientras, Lupe, le mesaba los cabellos.

      —No llores pequeña, todo se va a arreglar —aseguró Lupe mientras cogía la foto y la examinaba atentamente—. ¡Cielo Santo! Yo he visto a este chico.

      Sara la miró interrogante.

      —No es posible. Nunca ha ido a Estados Unidos.

      —Lo he visto, estoy segura; lo vi en la casa de San José. Estaba parado en la acera frente a la casa. Me acuerdo porque me extrañó su inmovilidad, parecía una estatua, fue el día que llegaste de la oficina con la noticia, yo estaba en el jardín tendiendo.

      —Pero ¿no dices que solo puedes ver a los muertos? Si Mario está vivo…

      —Algo debe haber ocurrido.

      —Vale, sigamos recogiéndolo todo o esta noche dormiremos en el suelo. Necesitamos descansar.

      —Y comer —indicó Lupe—. ¿Dónde podemos comprar comida?

      —Hace mucho tiempo que no vengo por aquí. Antes había una tienda de comestibles cerca, pero por esta vez, miraré por Internet algún supermercado que tenga servicio a domicilio. Así nosotras podemos poner un poco de orden en la casa. Pero antes voy a llamar a Luisa y decirle que estamos aquí.

      Sara llamó a Luisa. Sonaron varios tonos, pero no contestó.

      —Debe estar ocupada. Le enviaré un WhatsApp.

      Encendió el portátil y buscó un híper con servicio a domicilio. Llamó por teléfono y encargó una lista. Lupe le iba indicando aquello que necesitaban, lo más imprescindible.

      Después de tres horas tenían la casa casi habitable.

      —Creo que ya podemos pasar la noche —dijo Sara—. Ama, deja ya la cocina, vamos a subir a arreglar los dormitorios.

      Se disponía a subir las escaleras cuando sonó el timbre de la puerta. Sara la abrió. Era el repartidor del supermercado.

      —¿Sara Cruz? —preguntó un joven uniformado.

      —Sí, pasa.

      —Tengo el encargo en la furgoneta. Un momento.

      El joven fue a la furgoneta y, con una carretilla, regreso con toda la compra.

      —¿Dónde lo dejo?

      —Al fondo está la cocina.

      El chico entró con el encargo y lo dejó todo sobre la mesa de la cocina. Sacó un dispositivo electrónico.

      —Firme aquí, por favor.

      Sara firmó y el joven abandonó la casa. Iba a cerrar cuando vio llegar a Luisa.

      —Luisa —saludó Sara abrazándose a ella—, qué alegría verte. Estás guapísima.

      Luisa sonrió agradecida.

      —Que zalamera eres.

      —Pasa.

      Luisa entró y se paró en el centro de la estancia mirando a su alrededor.

      —Veo que no pierdes el tiempo —Luisa iba a seguir hablando cuando reparó de la presencia de Lupe saliendo de la cocina.

      —Esta es Lupe. Me ha acompañado desde que llegué a California.

      Lupe le alargó la mano y Luisa se la estrechó.

      —Encantada. Sara me ha hablado mucho de usted.

      —Tutéame, por favor, me horroriza que me tomen por una señora mayor.

      —Desde luego —accedió Lupe—. Sara, mientras tú hablas con tu amiga voy a ordenar las habitaciones.

      —Gracias Lupe, te lo agradezco. Tengo que ponerme al día.

      Lupe sonrió y se encaminó hacia las escaleras.

      —Ven —propuso Sara a su amiga, sentándose en el sofá—. Cuéntame, ¿qué novedades hay?

      —Fui hace dos días al hospital —empezó Luisa—, no hay nada nuevo y, sí lo hay, a mí no me lo cuentan.

      —Iré mañana a verlo y hablaré con los médicos. ¿Puedes acompañarme?

      —Claro. Me tomaré el día de asuntos propios.

      —¿Dónde trabajas?

      —En el ayuntamiento. En el departamento legal.

      —Al final lo conseguiste —observó Sara mirando a su amiga con simpatía—. ¿Te licenciaste en Derecho?

      —Sí y luego oposité.

      —Estoy muy orgullosa de ti —Sara se abrazó a su amiga—. ¿Te has casado?

      —Tengo

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