Adónde nos llevará la generación "millennial". Barbara J. Risman

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Adónde nos llevará la generación

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es importante señalar que los géneros no se establecen de manera concreta en la infancia, sino que experimentan una elaboración continua (Kondo, 1990). Ilustraré esta idea con unos pocos ejemplos. Jones (2009) muestra cómo las jóvenes negras que viven en los barrios pobres y violentos de Filadelfia aprenden el patrón cultural que vincula la feminidad con su apariencia, incluyendo el cabello liso y el tono de piel claro; sin embargo, a medida que envejecen, llegan a comprender que para sobrevivir tienen que ser fuertes y, a veces, lo hacen convirtiéndose en «luchadoras» físicas. Estas chicas se encuentran con, y luego llegan a encarnar, feminidades racializadas que son complicadas, complejas, inconsistentes y que evolucionan con el tiempo. Mi propia investigación ha demostrado que se anima a las niñas de secundaria a competir académicamente con los niños y que a menudo creen que viven en un mundo posfeminista en el que pueden ser lo que deseen (Risman y Seale, 2010), pero en la pubertad se ven interpeladas a revisar su concepción sobre sí mismas y preocuparse por parecer guapas para evitar la estigmatización, por lo que, a pesar de tener éxito en clase o en los deportes, comienzan a usar complementos. Lo que otros esperan de nosotros importa, por lo que ahora pasamos al nivel de análisis interactivo.

      Nivel de análisis interactivo. Las expectativas interactivas que orientan cada momento de la vida son de género; los estereotipos culturales que cada una de nosotras afronta en cada encuentro social son diferentes en función de nuestra supuesta categoría de género. Los procesos más relevantes de la estructura de género en el plano interactivo son los culturales. La cultura conforma las expectativas de las demás con las que nos encontramos en nuestra vida cotidiana. Tanto las expectativas del «doing gender», como las expectativas de estatus a las que nos enfrentamos estarían relacionadas directamente con el nivel de la interacción. Como West y Zimmerman (1987) sugirieron, «hacemos género» para satisfacer las expectativas de interacción de quienes nos rodean. Ridgeway y sus colegas (Ridgeway, 1991; 2001; 2011; Ridgeway y Correll, 2004) muestran cómo son de poderosos los procesos por los cuales las expectativas de estatus se vinculan con las categorías de género (y raza) y se vuelven transsituacionales. En una sociedad sexista y racista se espera que las mujeres y todas las personas de color ejerzan menos responsabilidades que los hombres blancos, a menos que cuenten con algún elemento de prestigio o autoridad validada externamente. Se espera que las mujeres sean más empáticas y afectuosas, y que los hombres sean más eficaces y demuestren más iniciativa. Correll (2004) también demuestra que los estereotipos cognitivos sobre el género pueden afectar a las opciones que tienen las mujeres, dado que se evalúan sus capacidades respecto a estos estereotipos culturales. Tales expectativas de estatus constituyen uno de los motores que reproducen la desigualdad incluso en situaciones nuevas en las que no se esperaría que emergieran los privilegios masculino o blanco. Las expectativas marcadas por el estatus crean un sesgo cognitivo que lleva a privilegiar a los hombres con la agencia y a esperar que las mujeres los cuiden (Ridgeway, 2011). Este tipo de sesgo cognitivo ayuda a explicar la reproducción de la desigualdad de género en la vida cotidiana. Los estereotipos que perduran más en torno al género son los que se encuentran en los ejes que distribuyen la agencia para los hombres y la crianza para las mujeres.

      Asumimos las normas de género; tanto si decidimos satisfacer esas expectativas como si decidimos rechazarlas, las expectativas existen. Hollander (2013) ha demostrado la naturaleza compleja del proceso de rendición de cuentas. En su análisis, esta comienza con la orientación del individuo hacia la categoría de género (en mis términos: a nivel individual). Hacemos género porque estamos en riesgo de que nuestro comportamiento sea evaluado negativamente, pero para saber cómo actuar debemos tener un conocimiento a priori de qué comportamiento es apropiado y cuál no lo es. Ese conocimiento ha sido aprendido con la finalidad de que el comportamiento pueda ocurrir instantáneamente, sin reflexión, por lo que la rendición de cuentas, incluso en el plano individual, se encuentra vinculada a las instituciones porque las creencias que dictaminan la conformidad o el rechazo a la propia categoría de género son ideologías culturales compartidas. Pero esto es solo el comienzo de la rendición de cuentas. Todas las personas evaluamos nuestro propio comportamiento, así como el de las demás, testando si es apropiado para nuestro género pretendido. En última instancia, nos enfrentamos a la aplicación de la ley (por parte de otras) con consecuencias reales para la interacción futura, dependiendo de si nos ajustamos a sus expectativas normativas.

      Martin (2003; 2006) acuñó la expresión «practicar género», que remite a un proceso que involucra tanto al actor que «hace género», como a la persona que lo percibe, que lo capta. Martin muestra que a veces las mujeres perciben que los hombres están practicando la masculinidad cuando los propios hombres no tienen la intención de hacerlo o no lo admiten. Las mujeres pueden ser sancionadas con la exclusión por practicar la feminidad en el trabajo, pero también pueden ser sancionadas si no la practican, al ser percibidas como groseras e innecesariamente agresivas. Kondo (1990) muestra cómo las mujeres japonesas activan la feminidad en los puestos de trabajo para reivindicar su lugar central en la cultura «familiar» laboral y, al hacerlo, ganan cosas –una legitimación culturalmente apropiada– y pierden cosas –la posibilidad de ser iguales debido a su aceptación de la posición marginada de la mujer–. Practicar género depende de la comprensión y los significados culturales preestablecidos y refleja y reproduce aspectos de género de las instituciones. Citando a Martin (2003: 252):

      Las prácticas de género se aprenden y se adoptan en la infancia y en los lugares principales donde se gesta comportamiento social a lo largo de la vida, incluyendo las escuelas, las relaciones íntimas, las familias, los lugares de trabajo, los lugares de culto y los movimientos sociales. Con el tiempo, como si montáramos en bicicleta, las prácticas de género se vuelven casi automáticas. Se mantienen las relaciones de género a la vez que se reconstituye la institución de género. Con el tiempo, el decir y el hacer crean lo que se dice y se hace.

      El nivel de interacción involucra también condiciones materiales, que tienen que ver con el decir, hacer y practicar género mientras simultáneamente se asumen las expectativas culturales. La parte que hay de otros en la categoría de género de una misma es una realidad material que cambia la dinámica de las interacciones, con las distintas posiciones enfrentándose a desafíos únicos, e individuos que destruyen los entornos homogéneos enfrentándose a consecuencias negativas (Kanter, 1977; Gherhardi y Poggio, 2007). El patrón de desigualdad en el acceso a puestos de poder y la resistencia a la integración en las redes sociales10 crea desventajas objetivas para las mujeres y las personas de color. Esta desventaja también se extiende claramente a aquellas personas cuya posición de género es atípica, por ejemplo, una mujer o un hombre que se presenta como andrógino o cualquier persona que lo haga con un género no conforme al sexo asignado al nacer. Los individuos que no «hacen el género» como se esperaba o que «no hacen el género» de acuerdo con su sexo asignado interrumpen la interacción al infringir las presunciones que se dan por sentadas. Esta disrupción conduce a una desigualdad en el acceso a los recursos, el poder y los privilegios. Es al patrón más macro de recursos y a las lógicas culturales que los acompañan a lo que nos referiremos ahora.

      Nivel macro de análisis. La estructura de género también influye en la organización de las instituciones sociales y todo tipo de organizaciones. En muchas sociedades, la realidad social descansa en un sistema jurídico que presupone que las mujeres y los hombres tienen derechos y responsabilidades distintos, y aquellas personas que viven fuera del binarismo de género tienen escasos derechos –incluyendo su existencia legal–. En sociedades con sistemas jurídicos fundamentados en la doctrina religiosa tradicional, el privilegio masculino y los derechos fundamentados en el género están entretejidos en el entramado del control social, pero incluso en las sociedades democráticas occidentales, algu nos estados todavía establecen diferentes edades de jubilación para las mujeres y los hombres, incorporando así el género a la burocracia legislativa. En Estados Unidos, la mayoría de las leyes son neutras respecto al género, pero las compañías de seguros privados pueden aplicar precios diferentes a hombres y a mujeres. Casi todos los países tienen multitud de leyes que discriminan a las personas cuyo género no coincide con el sexo con el que fueron etiquetadas al nacer. En todas las sociedades, la asignación de recursos materiales y el poder en las organizaciones

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