Jesús Martínez Guerricabeitia: coleccionista y mecenas. AAVV
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Querido hermano: Me alegraré que al recibo de estas líneas disfrutes de buen estado de salud. Yo sigo bien a D.g. Y te digo bien aún hallándome enfermo, porque en mi pierna (hace un mes que me quitaron la escayola) se observa una franca mejoría. Casi todas las heridas, entre ellas la de la operación, han cicatrizado. Disculpa mi tardanza en escribirte desde aquí. Después de estas conmociones tarda uno en reaccionar y el golpe de volver aquí en mi estado fue bastante fuerte. Mi vida por aquí, al no poder caminar, es bastante aburrida: baños de sol y lectura, eso es todo. Esta cifra es expresiva: En 30 días que estoy aquí he leído 27 novelas, aunque por desgracia ninguna de ellas muy buena. Espero que tú y Pepe escribáis como ya os dije en mi viaje a esa. Ya me dirás si ha comenzado el curso y qué tal van tus estudios de 5.º curso. Da muchos recuerdos a los amigos, a la familia de Laguna y a la de Paco (Francisco Javier). Tú recibes un fuerte abrazo de tu hermano.53
Jesús Martínez Guerricabeitia intenta por todos los medios mantener la moral en la hacinada Prisión Celular o Cárcel Modelo de Valencia (por ella pasaron más de 35.000 personas entre 1939 y 1942 y por aquellas fechas concentraba a unos 15.000 presos teniendo capacidad para poco más de 500). Hubo de padecer las condiciones de habitabilidad de unas celdas individuales en las que se amontonaban hasta una docena de personas, la mala alimentación y las pésimas condiciones sanitarias. Pero, sobre todo, las puntuales «sacas» de condenados para ser ejecutados en el cementerio de Paterna. Por no hablar de la falta de intimidad en las «comunicaciones» con la familia, reducidas reglamentariamente a diez minutos cada quince días, en un locutorio con doble reja y una tupida tela metálica que los separaba casi dos metros.
El joven Jesús Martínez carecía de casi todo en aquel aciago «Hotel Mislata» –como llamaban con sorna a la Cárcel Modelo, por su proximidad a esta localidad–. Le faltaba de todo, sí, pero le sobraba algo: tiempo. Horas y horas que, en el ambiente de confraternidad de los presos políticos (separados de los comunes por mor de evitar su «adoctrinamiento»), propiciaron que, bajo la aquiescente permisividad del director del centro, Ramón de Toledo, los reclusos republicanos más preparados dieran clases de lectura o escritura, idiomas o contabilidad. Y así fue como el bachiller frustrado, el Xiquet –como le llamaban–, encontró en la 3.ª galería de aquella cárcel la continuidad del instituto que tuvo que abandonar a la fuerza o de la universidad a la que nunca podría acceder. Supo convertir su traumática experiencia en la oportunidad de ampliar su formación, junto a intelectuales que compartían con él cautiverio. Hasta el punto de recordar años después:
Yo en la cárcel me sentí muy, muy libre, y en un ambiente muy culto. Había empezado a estudiar inglés en el bachiller de Requena, y allí continué estudiando inglés. El ambiente era muy culto, y había gente muy buena. Esteba Vicente Valls, que era secretario de la Unión Naval de Levante. Y Balsera era una maravilla. Estaban Peset Aleixandre, el exrector de la Universidad de Valencia (al que fusilaron en 1941), estaba Lara, estaba Carceller, el director de La Traca. Hicimos campeonatos de ajedrez, y a mí me dieron un diploma.54
Cierto que el paso del tiempo puede hacer ver las cosas de modo distinto a como las vivió en realidad un joven de 17 años, privado de libertad al mismo tiempo que su padre y hermano, mal alimentado y bajo la perspectiva de un oscuro porvenir. ¿Tiene lógica rememorar de ese modo un tiempo que sin duda debió de dejar amargas huellas a edad tan temprana? Sin embargo, estas palabras revelan de forma meridiana un aspecto determinante de la personalidad de Jesús Martínez Guerricabeitia: su positivo sentido pragmático para sobreponerse a la adversidad. Y, más en concreto, la determinación por fijar en aquella desgracia una especie de punto y aparte en su vida, para centrarse desde entonces en labrar un futuro para él y su familia. Con ese arrojo juvenil afrontará la vida el 29 de septiembre de 1941, cuando sea puesto en libertad tras conseguir la prisión atenuada y vuelva a la casa de Benicalap de la que había salido más de dos años antes en brazos de un guardia civil.
Allí se reencuentra con su madre, que después del fusilamiento del tío Felipe Guerricabeitia Orero el 25 de noviembre de 1939 en Villar del Arzobispo (era maestro de primera enseñanza y tenía 28 años)55 y las sucesivas tragedias familiares, había abandonado definitivamente Requena para estar cerca de los suyos. Falta de recursos, se entregó a los menesteres más humildes para mantenerse y ayudar a los suyos. Atrás quedará para siempre aquella casa de la antigua calle del Carmen (ahora Calvo Sotelo) donde la familia creyó haber asentado un prometedor futuro. Los falangistas de Requena, al amparo de las nuevas leyes de los vencedores, se ocuparon de saquearla impunemente, confiscando y repartiéndose sus pertenencias, entre las que se encontraba aquella preciada biblioteca reunida por José Martínez García para sí y la educación de sus hijos. No obstante, el consejo de guerra por «rebelión militar» en el que se hallaba implicado Jesús continuó su curso. El 24 de noviembre de 1941 se le leen los cargos y queda enterado de la solicitud de condena por parte del fiscal: 12 años de prisión mayor. Su abogado militar le persuade de que la acepte para evitar que se agrave aún más la condena de su padre. La sentencia se ratificó en abril de 1943, pero Jesús, en situación de prisión atenuada, ya no debe volver a la cárcel. Aunque no será hasta octubre de 1945 cuando la Junta de Disciplina de la prisión emita el certificado de libertad condicional. Este capítulo desdichado de su vida quedará definitivamente clausurado el 8 de noviembre de 1948, cuando se le conceda el indulto que había solicitado un mes antes.56
Abriéndose camino en la Valencia de la posguerra
Poco después de abandonar la cárcel a finales de 1941, Jesús se instala junto a su madre en una casa alquilada en la calle de San Roque, n.º 27, en Benicalap (pues la condena no conllevaba pena de destierro, aunque sí la obligación de presentarse cada quince días en el puesto de la Guardia Civil de Benimámet), decidido a asumir por un tiempo la responsabilidad de cabeza de una familia marcada con el estigma de «desafección a la Causa Nacional».57 Pero, como recordaría más tarde, había que enfrentarse a la vida. No se sentía triste ni derrotado, pese a las calamidades que le agobiaban tanto a él como a su madre; pese al desasosiego por su hermano –en el reformatorio– y por su padre –para el que buscaban avales que aliviaran su condena–; pese a la esperada intervención de los aliados en la Segunda Guerra Mundial que nunca llegaba. Lo había perdido todo, se sentía casi «más desamparado en la calle que en la cárcel», pero «era optimista y tenía muchas ganas de vivir». Tal vez por eso, lo primero que hace cuando recupera la libertad es, muy significativamente, comprarse un par de zapatos con los que estrena la nueva etapa de su vida.58 Había que hacer frente a las circunstancias afirmado en la confianza en sí mismo. El 3 de enero de 1946 escribe a su padre (todavía preso en Sevilla):
Estamos preparándole ya la bienvenida y la madre anda atareada limpiando dorados, cristales, etc. Para que