Cristianismo Práctico. A. W. Pink

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Cristianismo Práctico - A. W. Pink

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es espiritual y moralmente sucio, aborrece la misma ropa contaminada por la carne (Judas 23). Un corazón que ama todo lo que es santo, bueno y agradable para Cristo.

      «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8).

      La pureza de corazón es absolutamente esencial en hacernos aptos y poder morar en aquel lugar donde «No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» (Apocalipsis 21:27). Quizás se necesite una definición más completa. Purificar el corazón por la fe consiste en la purificación del entendimiento, para limpiarlo del error por medio del resplandor de la luz Divina. Segundo, la purificación de la conciencia, para limpiarla de culpa. Tercero, la purificación de la voluntad, para limpiarla de la voluntad propia y el egoísmo. Cuarto, la purificación de los deseos, para limpiarlos del amor a la maldad. En la Escritura, el «corazón» incluye estos cuatro aspectos. Un deseo deliberado por continuar en un pecado no armoniza con un corazón puro.

      De nuevo, una fe salvífica siempre se evidencia en un corazón humilde. La fe doblega el alma para que descubra su propia maldad, vileza e impotencia. Le hace comprender su pecaminosidad e indignidad; así como sus debilidades, deseos, su carnalidad y corrupciones. Nada exalta más a Cristo que la fe, y ninguna otra cosa humilla más al hombre que la fe. A fin de magnificar las riquezas de Su gracia, Dios ha elegido la fe como el instrumento más apto, y esto porque es lo que nos hace ir directamente a Él. La fe nos hace entender que solo somos pecado y miseria, y nos lleva como mendigos con manos vacías a recibir todo de Él. La fe quita toda presunción del hombre, toda autosuficiencia, toda justificación de sí mismo, y lo hace parecer nada para que Cristo sea todo en todos. La fe más fuerte siempre va acompañada por la más grande humildad, considerándose el más grande de los pecadores e indigno del más pequeño favor (cf. Mateo 8:8–10).

      De nuevo, una fe salvífica se encuentra siempre en un corazón tierno.

      «Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36:26).

      Un corazón no regenerado es duro como una roca, lleno de orgullo y presunción. Es inamovible ante los sufrimientos de Cristo, en el sentido de que no actúan como un freno contra la voluntad y los placeres del hombre. Pero el verdadero cristiano es movido por el amor de Cristo, y dice, ¿Cómo puedo pecar contra Su amor sufriente por mí? Cuando incurre en una falta, hay un quebrantamiento y una tristeza amarga. Querido lector, ¿Sabes lo que es derretirse delante de Dios, con un corazón roto lleno de angustia por haber pecado contra el Salvador? No es la ausencia de pecado sino el dolor por pecar lo que distingue al hijo de Dios de los profesos vacíos.

      Otra característica de la fe salvífica es que «obra por el amor» (Gálatas 5:6). No es inactiva, sino energética. La fe que es «por la operación de Dios» (Colosenses 2:12) es un poderoso principio de poder, que difunde energía espiritual a todos los aspectos del alma y los alinea al servicio de Dios. La fe es un principio de vida mediante el cual el cristiano vive para Dios; un principio de dirección, por el cual se camina hacia el cielo a través de la carretera de la santidad; un principio de fuerza, que se opone a la carne, al mundo y al diablo.

      «La fe en el corazón de un cristiano es como la sal que fue echada en una fuente corrupta, que convirtió las aguas malas en buenas, y la tierra estéril en fructífera. Es tanto así que le sigue un cambio de la conversación y de vida, brindando un fruto acorde con: “Un buen hombre del buen tesoro de su corazón produce buen fruto;” cuyo tesoro es la fe» (John Bunyan en Christian Behaviour [Conducta cristiana]).

      En el momento que la fe salvífica es sembrada en el corazón, esta crece y se esparce en todas las ramas de la obediencia, y es llenada con frutos de justicia. Hace que su dueño actúe para Dios, y por lo tanto muestre evidencia que es algo vivo y no una simple teoría muerta. Incluso un recién nacido, aunque no puede caminar y trabajar como un adulto, respira, llora, se mueve, come, y por lo tanto, muestra que está vivo. Así también el que es nacido de nuevo; respira para con Dios, clama por Él, se mueve en dirección a Él, depende de Él. Pero el infante no permanece siendo un bebé; el crece, obtiene fuerza, hay una actividad que va en aumento. Así tampoco el cristiano permanece sin cambios, va «de poder en poder» (Salmo 84:7).

      Pero observe cuidadosamente que la fe no «obra» solamente, sino que «obra por el amor». Es en este punto que las «obras» del cristiano se diferencian de aquellas de un simple religioso. «El católico romano obra a fin de ganarse el cielo. El fariseo obra para ser aplaudido, para ser visto por los hombres, a fin de lograr una buena estima de ellos. El esclavo trabaja para no ser golpeado, para no ser condenado. El religioso obra para poder tapar la boca de su conciencia que lo acusará si no hace nada. El profeso común obra porque es vergüenza no hacer nada donde algo tan grande es profesado. Pero el verdadero creyente obra porque ama. Este es el motivo principal (incluso el único) que lo lleva a obrar. No hay otro motivo dentro ni fuera de él, sin embargo, se mantiene obrando para Dios, y actuando para Cristo porque lo ama; es como fuego en sus huesos» (David Clarkson).

      La fe salvífica siempre va acompañada de un caminar de obediencia.

      «Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él» (1 Juan 2:3,4).

      No te equivoques en este punto querido lector: los méritos del sacrificio de Cristo y el poder de su intercesión sacerdotal son infinitos, sin embargo, el que es salvo no usa esto como excusa para continuar en desobediencia. Él reconoce como Sus discípulos a aquellos que le honran como su Señor

      «Demasiados profesos se calman a sí mismos con la idea de que ellos poseen una justicia imputada, mientras son indiferentes a la obra santificadora del Espíritu. Ellos se rehúsan a ponerse los vestidos de la obediencia, rechazan el lino fino que es la justicia de los santos. Y así revelan su propia voluntad, su enemistad con Dios, y su falta de sumisión a Su Hijo. Tales hombres pueden hablar lo que quieran de la justificación por la fe y la salvación por gracia, pero son unos rebeldes de corazón; no se han puesto el vestido de bodas al igual que el que pretende justificarse por sus obras, el cual ellos mismos condenan. El hecho es que, si deseamos las bendiciones de la gracia debemos someter nuestros corazones a las reglas de la gracia, sin tomar unas y desechar otras» (C. H. Spurgeon en The Wedding Garment [El vestido de boda]»).

      La fe salvífica es preciosa, pues, así como el oro, soportará las pruebas (1 Pedro 1:7). Un cristiano genuino no teme a las pruebas; sino que desea ser probado por Dios mismo. Él clama:

      «Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón» (Salmo 26:2).

      Por lo tanto, está dispuesto a que su fe sea probada por otros, porque no esquiva el toque del Espíritu Santo. Con frecuencia se examina a sí mismo, pues donde hay tanto en juego debe estar seguro. Él está ansioso de conocer lo peor, así como lo mejor. La predicación que más le agrada es aquella que más le hace escudriñarse y probarse. Se resiste a ser engañado con vanas esperanzas. No se deja sumergir en una gran presunción de su condición espiritual. Cuando es retado, cumple con el consejo del apóstol en 2 Corintios 13:5.

      Aquí está la diferencia entre el verdadero cristiano y el religioso. El profeso pretencioso está lleno de orgullo, y tiene una alta opinión de sí mismo, está muy seguro de que ha sido salvado por Cristo. Él detesta toda prueba que amerite examinarse, y considera el auto examen como algo altamente dañino y destructor de la fe. La predicación que más le agrada es aquella que se mantiene a una distancia respetable, que no se acerca a su conciencia, que no le escudriña su corazón.

      Predicarle

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