Cristianismo Práctico. A. W. Pink

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Cristianismo Práctico - A. W. Pink

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36:9). Él ahora puede percibir (por medio del Espíritu Santo) cuan rebelde había sido durante toda su vida contra su Creador y Ayudador: que en lugar de hacer suya la voluntad de Dios, ha ido por su propio camino; que en lugar de tener presente la gloria de Dios ha solamente procurado agradarse y complacerse a sí mismo. Aunque haya participado de todas las formas externas de la maldad, ahora reconoce que es un leproso espiritual, una criatura vil y contaminada, totalmente incapaz de acercarse, y mucho menos habitar con Él que es indudablemente Santo; y tal entendimiento le hace sentir que su caso no tiene esperanza alguna.

      Existe una gran diferencia entre oír y leer lo que es la convicción de pecado y sentirla en las profundidades de nuestra alma. Muchos están familiarizados con la teoría, pero desconocen totalmente a la experiencia. Alguno podría leer de los tristes resultados de la guerra, y estar de acuerdo de que son de verdad lamentables; pero cuando el enemigo está en su propia puerta, saqueando sus bienes, disparando a su casa, matando a sus seres queridos, se hace mucho más sensible a las miserias de la guerra. Por lo tanto, uno que no es creyente puede oír cuan lamentable es el estado de un pecador delante de Dios, y cuan terrible será el sufrimiento en el castigo eterno, pero cuando el Espíritu toma ese corazón en esa condición, y le hace sentir el calor de la ira de Dios en su propia conciencia, él está preparado para hundirse en el desaliento y en la desesperación. Lector, ¿conoces algo de tal experiencia?

      Sólo de esta manera un alma verdaderamente está preparada para apreciar a Cristo. Aquellos que están sanos no necesitan un médico. El que ha sido convencido de salvación y se ha dado cuenta que solo el Señor Jesús puede sanar a un enfermo desahuciado por el pecado; que sólo Él puede dar la salud espiritual (santidad) que lo capacitará para andar en el camino de los mandamientos de Dios; que solo Su preciosa sangre puede expiar los pecados pasados y solo Su gracia infinita puede suplir en las necesidades del presente y del futuro. El Padre «atrae hacia» el Hijo (Juan 6:44) al impartirle a la mente una profunda comprensión de nuestra necesidad absoluta de Cristo, al darle al corazón un sentido real del inmenso valor que Él tiene, y al hacer que la voluntad desee recibir a Cristo en sus propios términos.

      5. Sus evidencias

      La gran mayoría de los que lean esto profesarán, sin duda, ser los que tienen una fe salvífica. A todos ustedes les preguntamos: ¿Dónde está su prueba? ¿Qué cambios ha producido en ustedes? Un árbol se conoce por su fruto, y una fuente por el agua que brota de ella; así mismo, la naturaleza de la fe puede ser asegurada por medio de un análisis cuidadoso de lo que ella está produciendo. Decimos «un análisis cuidadoso», porque así como no todos los frutos son aptos para ser comidos, ni toda agua puede ser bebida, así no todas las obras son el resultado de una fe que salva. La reformación no es lo mismo que regeneración, y una vida cambiada no siempre indica un corazón cambiado. ¿Has sido salvo de la antipatía hacia los mandamientos de Dios y del detestar Su santidad? ¿Has sido salvo del orgullo, la codicia y la murmuración? ¿Has sido librado del amor por este mundo, del miedo a los hombres, y del poder reinante de todo pecado?

      El corazón del hombre caído está totalmente depravado, los designios de los pensamientos de su corazón son malos continuamente (Génesis 6:5). Está lleno de deseos corruptos, los cuales ejercen influencia sobre todo lo que el hombre hace. Ahora, el Evangelio viene en oposición directa contra esas pasiones egoístas y deseos corruptos, tanto en la raíz como en su fruto (Tito 2:11, 12). No hay mayor responsabilidad que el Evangelio demanda a nuestras almas que el mortificar y el destruir estos deseos, y esto es indispensable si tenemos la intención de ser hechos participes de sus promesas (Romanos 8:13; Colosenses 3:5, 8). De hecho, la primera obra de la fe es limpiar el alma de esta inmundicia y por eso, leemos: «Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (Gálatas 5:24). Notemos bien, ellos no «tienen que» hacerlo, sino que ellos ya lo han hecho, en cierta medida o grado.

      Una cosa es pensar que creemos en algo y otra, es realmente hacerlo. Tan inconstante es el corazón del ser humano que aún en las cosas naturales los hombres no conocen sus propios pensamientos. En los asuntos temporales se conoce lo que un hombre realmente cree por lo que practica. Supongamos que yo me encuentro con un viajero en un camino muy estrecho y le diga que un poco más adelante hay un río imposible de atravesar, y que el puente para cruzarlo está podrido: Si él se rehúsa a regresar, ¿no tengo yo la garantía de concluir que no me ha creído? O si un médico me dice que tengo cierta enfermedad, y que en poco tiempo tendrá un efecto mortal si no uso el remedio que me ha prescrito el cual me debe sanar con toda seguridad, ¿No estaría justificado en declarar que yo no confié en su diagnóstico al verme ignorando sus indicaciones, y más bien viéndome hacer lo contrario? Igualmente, creer que hay un infierno y, sin embargo correr hacia él; creer que continuar en el pecado lleva a la condenación, y aun así vivir en él, ¿De qué propósito sirve alardear de semejante fe?

      Ahora, de lo expuesto anteriormente, no debería haber espacio para dudar que cuando Dios imparte fe salvífica a un alma, afectos verdaderos y radicales vendrán de inmediato. Un hombre no puede levantarse de la muerte sin haber un consecuente caminar en vida nueva. No puede ser sujeto de un milagro de la gracia realizado en el corazón sin un cambio que sea notorio para todos los que le conocen. Donde ha sido sembrada una raíz sobrenatural, fruto sobrenatural debe nacer. No es que se obtiene una vida perfecta y sin pecado, ni que el principio de la maldad y la carne, haya sido erradicado de nuestro ser. Sin embargo, hay un anhelo por la perfección, un espíritu que resiste a la carne y una lucha en contra del pecado. Y aún más, hay un crecer en la gracia y un persistir hacia adelante en el «camino angosto» que conduce al cielo.

      Un grave error completamente esparcido hoy en los grupos «ortodoxos», y que son responsables por muchas almas que están engañadas, es el de la doctrina que parece honrar a Cristo de que «solo Su sangre, salva a cualquier pecador». Satanás es muy inteligente; pues sabe exactamente qué carnada usar para cada lugar en el cual pesca. Probablemente, muchos de manera irritada se resistirán al predicador que les diga que bautizarse y participar en la Cena del Señor fueron medios indicados para salvar el alma; sin embargo, la mayoría de estas mismas personas aceptarán sin problemas la mentira de que es solamente por la sangre de Cristo que podemos ser salvos. Esto es verdad con respecto a Dios, pero no respecto a los hombres. La obra del Espíritu Santo en nosotros es igualmente esencial como la obra de Cristo por nosotros. Por favor lea cuidadosamente y medite en Tito 3:5.

      La salvación es doble: Es tanto legal como experimental, y consiste en justificación y santificación. Por otra parte, la salvación la debo no sólo al Hijo sino a tres personas de la Deidad. Sin embargo, muy poco se comprende esto hoy en día, y muy poco se predica. Primero y principal, mi salvación se la debo a Dios el Padre, Quien la decretó y planeó, y Quien me eligió para salvación (2 Tesalonicenses 2:13). En Tito 3:4, es Dios Padre Quien es declarado como «Dios nuestro Salvador». Segundo y merecidamente, le debo mi salvación a la obediencia y al sacrificio de Dios el Hijo Encarnado, Quien actuó como mi Fiador por todo lo que la Ley requería, y satisfizo todas las demandas por mí. Tercero y eficazmente, le debo mi salvación a la regeneradora, santificadora y preservadora operación del Espíritu: note que Su obra es mostrada tan preeminentemente en Lucas 15:8–10, como la obra del pastor en Lucas 15:4–7. Tal como afirma Tito 3:5, que Dios «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo»; y es la presencia de Su «fruto» en mi corazón y en mi vida la que provee la evidencia inmediata de mi salvación.

      «Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Romanos 10:10).

      Por lo tanto, es el corazón el cual debemos examinar primero, para descubrir evidencias de la presencia de una fe salvífica. La Palabra de Dios es clara cuando dice «purificando por la fe sus corazones» (Hechos 15:9). El Señor dijo, «Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén, para que seas salva» (Jeremías 4:14). Un corazón que está siendo purificado por la fe (compare con 1 Pedro 1:22), es uno que está adherido a Cristo.

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