Introducción al sistema interamericano de derechos humanos. Elizabeth Salmón
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3. Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura
La Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura (en adelante, CIPST) fue adoptada el 9 de diciembre 1985 por la Asamblea General de la OEA en su Decimoquinto Periodo Ordinario de Sesiones realizado en Cartagena de Indias, Colombia. Esto luego de que, en el seno de las Naciones Unidas, fuera adoptada y abierta a ratificación la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, el 10 de diciembre de 1984. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 2298, y tras cumplirse 30 días desde la fecha de depósito del segundo instrumento de ratificación99, la convención entró en vigor el 28 de febrero de 1987. Actualmente, el tratado cuenta con 18 Estados parte.
Si bien el artículo 5 (derecho a la integridad personal) de la CADH ya regulaba la prohibición de tortura, de penas y de tratos crueles, inhumanos o degradantes, su adopción parte del reconocimiento de que para hacer efectivas las normas regionales y universales en materia de derechos humanos que establecen que este tipo de tratos representan una ofensa a la dignidad del ser humano, hacía falta elaborar una convención que no solo prevenga sino que también sancione la tortura100. El instrumento define a la tortura en los siguientes términos:
[…] todo acto realizado intencionalmente por el cual se inflija a una persona penas o sufrimientos físicos o mentales, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, como castigo personal, como medida preventiva, como pena o con cualquier otro fin. Se entenderá también como tortura la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica101.
Resulta novedoso en este tratado que, pese a ser una convención orientada a generar obligaciones sobre los Estados en relación con la prevención y sanción de la tortura, el artículo 3 establezca supuestos de responsabilidad individual por el delito de tortura cuando este es cometido bien por empleados o funcionarios públicos, o bien por personas particulares que actúen por instigación de aquellos. En sentido similar, la Corte IDH, a través de su jurisprudencia, ha determinado que son tres sus elementos constitutivos: a) un acto intencional, b) que causa severos sufrimientos físicos o mentales, y c) que se cometa con determinado fin o propósito102.
Debe notarse que, a diferencia de lo establecido por la CIPST en relación con la calidad personal de quien comete la tortura, la Corte IDH no ha considerado la calidad del autor del maltrato como un elemento definitorio. Al respecto, Cecilia Medina, en su opinión separada en el caso González y otras («Campo Algodonero») vs. México, notó que la participación activa, la aquiescencia o tolerancia, o la inacción de un agente estatal, es un requisito agregado por la Convención contra la Tortura de Naciones Unidas, pero no forma parte del ius cogens. Por esta razón, sostuvo que la Corte IDH es independiente para definir la tortura (aun sin guiarse por la definición de las convenciones internacionales citadas) y que lo que le correspondería analizar es la posibilidad de atribuir el incumplimiento de la obligación de respetar o garantizar la integridad personal de las víctimas al Estado103.
Ahora bien, respecto a los mecanismos de control del cumplimiento de las obligaciones establecidas en el tratado, el artículo 8 de la convención reconoce la jurisdicción del Estado para proteger en su fuero interno a los individuos que puedan ser víctimas de tortura y sancionar a los responsables cuando corresponda. Asimismo, su párrafo final otorga competencia a los tribunales internacionales para conocer sobre casos de tortura. Es precisamente en virtud de esta norma que, por ejemplo, la Corte IDH ha confirmado su competencia para pronunciarse sobre violaciones a esta convención en los casos Villagrán Morales y otros vs. Guatemala, de 1999; Cantoral Huamaní y García Santa Cruz vs. Perú, de 2007; Vélez Loor vs. Panamá, de 2010; y Pollo Rivera vs. Perú, de 2016104.
4. Protocolo Adicional a la Convención Americana en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales o «Protocolo de San Salvador»
El Protocolo de San Salvador fue adoptado el 17 de noviembre de 1988 por la Asamblea General de la OEA en su Décimo Octavo Periodo Ordinario de Sesiones realizado en San Salvador, El Salvador. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 21105, luego de que Costa Rica se convirtiera en el undécimo Estado en depositar su instrumento de ratificación, el protocolo entró en vigor el 16 de noviembre de 1999. Actualmente, el tratado cuenta con 16 Estados parte.
Este tratado revistió un carácter claramente innovador para la región latinoamericana al prever la judicialización de dos derechos sociales. Como bien se ha visto, la DADDH reguló algunos derechos de naturaleza social, tales como el derecho de protección de la maternidad y a la infancia (artículo VII), el derecho a la preservación de la salud y al bienestar (artículo XI), el derecho a la educación (artículo XII), el derecho a los beneficios de la cultura (artículo XIII), el derecho al trabajo y a una justa remuneración (artículo XIV), el derecho al descanso y a su aprovechamiento (artículo XV) y el derecho a la seguridad social (artículo XVI).
Sin embargo, la Convención Americana redujo el ámbito material de los DESC. En efecto, el artículo 26 (desarrollo progresivo) no precisa qué derechos en concreto pueden encajar en la categoría de económico, social y cultural. A su vez, indica que los Estados parte quedan obligados a adoptar providencias para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la OEA, en la medida que les sea posible a partir de sus recursos disponibles.
Esta regulación fue bastante decepcionante para la época, toda vez que, en lugar de enfrentarse a una coyuntura en la que los DESC eran considerados como «derechos programáticos», «de segunda clase» o como «no exigibles» —en comparación con los derechos civiles y políticos— brindó argumentos para seguir en esta errónea lógica, aun cuando en la esfera internacional ya se había adoptado un tratado vinculante que rescataba la vigencia y obligatoriedad de los derechos de esta categoría106.
Esta ausencia de regulación específica tiene impacto en los mecanismos de supervisión. Debido a esto, no fue sino hasta la entrada en vigor del Protocolo de San Salvador que abrió la posibilidad expresa de judicializar, en aplicación del sistema de peticiones individuales regulado por la Convención Americana ante la CIDH y, eventualmente, ante la propia Corte IDH107, las violaciones al derecho de asociación y libertad sindical y al derecho a la educación108. No obstante, su utilización ha sido más bien escasa en estos años. En efecto, la Corte IDH, en el caso Gonzales Lluy y otros vs. Ecuador, declaró por vez primera la responsabilidad del Estado de Ecuador por la violación del derecho a la educación, reconocido en el artículo 13 del Protocolo de San Salvador, en relación con los artículos 1.1 y 19 de la Convención Americana.
El debate actual se centra en determinar la autonomía del artículo 26 y si, por esta vía, se podría judicializar todos los DESC como se alegó en el caso Cinco Pensionistas vs. Perú109 o, en otros casos, también contra el Perú, en que los representantes de las víctimas solicitaron que la Corte IDH declare la afectación directa de esta disposición110. Si bien la Corte IDH no albergó