La práctica de la atención plena. Jon Kabat-Zinn

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La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn

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se la ejercita de la forma adecuada, la atención plena resulta muy valiosa a todos los niveles, desde el individual hasta el empresarial, el social, el político y el global. Pero ello exige estar lo suficientemente motivados para comprender quiénes somos en realidad y estar también dispuestos a comprometernos con nuestra vida, no sólo por el provecho personal que ello pueda reportarnos, sino también porque resulta muy beneficioso para el mundo. Esta aventura vital empieza en el primer paso y, cuando recorramos este camino –como lo haremos a lo largo de este libro–, descubriremos que no estamos solos en nuestros esfuerzos. Y es que, al emprender la práctica de la atención plena, uno se integra en una comunidad de intenciones y exploración global que, en última instancia, incluye a todos los seres humanos.

      Convendría ahora, antes de emprender nuestra travesía, subrayar un último punto.

      Por más que cultivemos la atención plena para aprender, crecer y curar lo que deba ser curado, es imposible estar completamente sano en un mundo como el nuestro plagado de sufrimiento y de angustia, que afecta tanto a nuestros seres queridos como a los desconocidos, ya vivan a la vuelta de la esquina o en las antípodas, y que, en muchos sentidos, está enfermo. La estrecha relación que mantenemos con el mundo convierte el sufrimiento ajeno en nuestro propio sufrimiento, un sufrimiento tan difícil de soportar que, en ocasiones, no nos queda más remedio que darle la espalda. Pero esto no tiene por qué ser un problema, porque también puede convertirse en un auténtico catalizador de la transformación, tanto interna como externa.

      No sería exagerado, como ya hemos apuntado, decir que nuestro mundo está aquejado de una enfermedad crónica grave. Un simple vistazo a la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar –incluso ahora mismo–, pone de manifiesto que nuestro mundo se ve sacudido de vez en cuando por espasmos convulsivos que bien podrían ser considerados como episodios de locura colectiva, episodios en los que el statu quo se ve conmocionado por la confusión generada por la intolerancia, el fundamentalismo y la irrupción de mil fuerzas centrípetas diferentes. Por más que se presenten disfrazadas con el lenguaje del humanismo, del desarrollo económico, de la globalización o de los atractivos señuelos de una visión demasiado estricta del “progreso” material y de la democracia al estilo occidental, esas erupciones –que son el opuesto de la sabiduría y del equilibrio– suelen asentarse en una arrogancia provinciana que sólo se preocupa por el engrandecimiento de uno mismo y la explotación de los demás, lo que inevitablemente conduce al sometimiento ideológico, político, cultural, religioso o empresarial a costa de la homogeneización, la degradación cultural y medioambiental y la burda anulación de los derechos humanos, todo lo cual se experimenta como una enfermedad. Además, el péndulo histórico parece oscilar cada vez más deprisa y son muy pocos los momentos, a mitad de camino entre un espasmo y el siguiente, en que podemos estar tranquilos y en paz.

      El siglo XX asistió a más asesinatos organizados en nombre de la paz, la tranquilidad y el final de la guerra que todos los siglos pasados. Y lo más paradójico es que la inmensa mayoría de ellos tuvieron lugar en el escenario de los grandes centros culturales magníficamente representados por Europa y el Extremo Oriente, un aspecto sumamente inquietante en el que el siglo XXI no parece irle muy a la zaga. Quienes desencadenan las guerras (incluidas las guerras encubiertas y las emprendidas en contra del terror), sean quienes sean los protagonistas e independientemente de la retórica y pormenores concretos del episodio, afirman siempre hacerlo en nombre de los principios y objetivos más urgentes y nobles. Pero no debemos olvidar que la guerra siempre se origina en la mente humana y provoca un derramamiento de sangre que, en última instancia y por más inevitable que parezca, resulta tan dañino para el agresor como para la víctima. Iniciar una guerra para resolver problemas que podrían solucionarse de maneras más creativas nos impide advertir que la guerra y la violencia son los síntomas de una enfermedad inmunológica que sólo parece aquejar –tanto individual como colectivamente– a la especie humana. Pero ello también nos impide advertir la existencia de alternativas para recuperar el equilibrio y la armonía, sobre todo cuando éstos se ven distorsionados por fuerzas muy reales, peligrosas y, en ocasiones, virulentas que de forma inadvertida podemos estar contribuyendo a expandir, por más que conscientemente insistamos en aborrecer, resistir o combatir.

      “Ganar” una guerra es hoy en día algo muy diferente a consolidar la paz durante el período que sigue a una guerra. Y es que, para ello, es necesario poner en marcha una modalidad de pensamiento, conciencia y planificación que sólo puede derivarse de un mayor autoconocimiento y de una comprensión más lúcida de “otros” que poseen su propia cultura, sus propias costumbres y sus propios valores y, por más difícil que nos resulte de creer, pueden llegar a tener incluso sistemas de valores completamente diferentes a los nuestros que les lleve a interpretar de distinta manera los mismos acontecimientos. Eso es, precisamente, lo que puso de manifiesto el genio y la sabiduría compasiva del plan Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

      Debemos, pues, reconocer la relatividad de la percepción y de las motivaciones que, simultáneamente, configuran y se derivan de esas percepciones, una especie de círculo vicioso que nos impide a una visión más amplia y quizás más exacta. Tal vez haya llegado ya el momento, dado el estado actual del mundo, de establecer contacto con una dimensión más profunda de la inteligencia que todos compartimos y subyace bajo nuestras diferentes formas de percibir y conocer. No sería nada inteligente, en este sentido, centrar exclusivamente nuestra atención en el bienestar y la seguridad individuales porque, en el mundo cada vez más pequeño en que vivimos, nuestra seguridad y bienestar dependen estrechamente del bienestar y la seguridad de los demás. Volver a los sentidos implica, pues, el cultivo de una conciencia global de todos nuestros sentidos (incluida nuestra mente) y de sus limitaciones y resistirnos a la tentación, cuando nos sentimos profundamente inseguros y disponemos de muchos recursos, de tratar de controlar de un modo estricto y rígido todas las variables del mundo externo, una empresa agotadora, violenta y, en última instancia, abocada al fracaso.

      Pero también debemos, en el ámbito mayor de la salud del mundo, prestar una atención muy especial, como sucede en el reducido ámbito de nuestra vida individual, a la conciencia del “cuerpo” político, el cuerpo de las comunidades, de las corporaciones (un vocablo derivado del término “cuerpo”), de las naciones, de las familias de naciones (que padecen sus propios males, enfermedades y confusiones y también poseen profundos recursos para cultivar su autoconciencia y sanar sus propias culturas) y, más allá incluso de todo ello, de la globalidad multicultural que constituye uno de los rasgos más característicos del mundo actual.

      Una enfermedad inmunológica es una enfermedad en la que el sistema de percepción, vigilancia y seguridad –es decir, el sistema inmunológico– se descontrola y empieza a atacar a sus propias células y tejidos, una situación que ningún organismo, por más sano y vivo que esté, puede soportar durante mucho tiempo. Y lo mismo sucede con un país cuya política exterior se halle fundamentalmente dictada por una reacción alérgica, una manifestación del sistema inmunológico o la justificación –por más cierta que pueda ser– de que colectivamente está experimentando un síndrome de estrés postraumático, una situación que sólo puede conducir a líderes bienintencionados, en el mejor de los casos, o cínicos, en el peor de ellos, a tratar de sacar tajada para fines que poco o nada tienen que ver con la seguridad y la curación.

      Como sucede con el individuo al que un ataque cardíaco u otro diagnóstico adverso inesperado y no letal catapulta a una mayor salud y bienestar, los ataques al sistema, por más terribles que sean, pueden acabar convirtiéndose –adecuadamente atendidos– en una excelente oportunidad para despertar y movilizar nuestros recursos curativos más profundos y poderosos –que por lo general soslayamos hasta el punto de llegar a olvidar–, restablecer nuestras prioridades, reorientar nuestras energías y recuperar así la seguridad y el bienestar.

      La curación del mundo es una empresa que compete a muchas generaciones y empieza en el mismo momento en que nos damos cuenta del peligro al que nos enfrentamos si no tenemos adecuadamente en cuenta la condición agónica del paciente (que, en este caso, es el mundo), su historial (que,

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