Mujeres y educación en la España contemporánea. Raquel Vázquez Ramil
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Declaro que no conozco –no digo media docena– ¡ni una! mujer útil para él. V. sabe de sobra lo que Augusto tiene derecho á exijir [sic] de su compañera. La necesita joven, para poder formarla, simpática, para amarla, distinguida, porque eso, si no nace con la mujer, ¿quién lo infunde? Además, requiere la mujer de Augusto ser muy poeta, para asociarse a las grandes aspiraciones de Augusto: y muy práctica, porque como él tiene en ciertas materias la inocencia bautismal, importaría que ella fuese un espíritu positivo en el buen sentido de la palabra. ¡Cuántas cosas! y otras mil que me callo porque V. las sabe mejor que yo. Pues entre las niñas casaderas que conozco lo dicho! ni una. –Ésta por fría y helada, por casquivana aquélla, la de más allá porque quiere marido rico, la otra porque es poco discreta […] y muchas porque, siendo quizás muy buenas, carecen de todo encanto– […][46].
Fuera del selecto círculo institucionista, era difícil encontrar una joya como la que deseaba doña Emilia, no sin cierta malicia, para el joven González de Linares. La condesa no encajaba en el sobrio ambiente krausista, pero a Giner le interesaba su obra y era persona profundamente tolerante con las ideas y actitudes ajenas.
Emilia Pardo Bazán, al igual que Galdós, con quien mantuvo una apasionada relación en la década de los ochenta del siglo XIX, no sólo observó a los krausistas, sino que los llevó a sus obras literarias. La piedra de toque es la publicación en 1878 de La familia de León Roch, de Benito Pérez Galdós[47], en la que un intelectual de filiación krausista acaba aplastado por el fanatismo de una esposa católica a machamartillo con una familia de rancio abolengo, en el peor sentido del adjetivo. Galdós toca el tema de refilón en otra novela, El amigo manso, de 1882, y Emilia Pardo Bazán lo incluye en La madre naturaleza (1886), obra que en su momento fue considerada máximo exponente del naturalismo en España y duramente criticada. El protagonista de La madre naturaleza, Gabriel Pardo, es un joven a la búsqueda de su propia identidad que, como tantos de su generación, pasa por una fase krausista en la que reza «al Dios impersonal y sin entrañas», pero acaba vencido por el peso de un ambiente mediocre, que todo lo puede.
A pesar de la divergencia de caracteres, Emilia Pardo Bazán siempre estimó los consejos amables de Giner:
[…] a menudo sus palabras o sus renglones, llenos de efusión y de sinceridad, me consolaron de la crítica incomprensiva, del bárbaro palo o del elogio superficial y yerto[48].
Durante sus estancias en Madrid frecuentaba la casa de la Institución, causando la admiración de los que la veían con su exuberancia y peculiar personalidad.
Algunas veces venía doña Emilia Pardo Bazán, cuyo primer libro publicó don Francisco. Era una persona que de niña me fascinaba con sus cadenas, collares, impertinentes, plumas, su gordura, y su conversación tan parecida a la de un hombre[49].
Giner mantuvo una fructífera relación intelectual con dos de las mujeres más notables de su época, ambas gallegas, y no dejó de admirar en otras, generalmente extranjeras, de su entorno el talento, el buen gusto y el encanto personal. En cambio, su vida sentimental es menos rica, aunque ilustradora sobre su concepción de la mujer. Por medio de González de Linares conoció a María Machado Ugarte[50] en octubre de 1876; como la joven residía en Bilbao, la relación fue casi exclusivamente epistolar y muy larga, debido a la oposición del progenitor de ésta.
Desde el momento en que Giner concibió la idea de convertir en su esposa a María Machado, se empeñó en «hacerla a su medida», y para ello le envía libros (sus propios Estudios de literatura, David Copperfield de Charles Dickens o un folleto de monseñor Félix Dupanloup) y le da consejos sobre música y sobre relaciones sociales. Mientras González de Linares aspira a casarse con la joven y dulce Juana Lund Ugarte, Giner persevera en su intención de formar a la prima de ésta, María Machado Ugarte, en un afán común tan propio de los krausistas. Este tipo de unión-comunión, rara vez consumada, suscitó diversas interpretaciones; no se aspiraba tanto al matrimonio como a «una especie de falansterio en el que las mujeres deben ser reeducadas para servir de compañeras fieles y amables de unos hombres dedicados al advenimiento del Ideal»[51].
Giner nunca dio el paso imprescindible de hablar con don Manuel Machado, padre de María, un comerciante adinerado que no veía con buenos ojos el matrimonio de su querida hija con un profesor de mediano pasar y dudosa reputación política. Giner y María Machado limitaron su relación a la correspondencia hasta finales de 1880, momento en el que la propia María, dándose cuenta de que lo realmente importante para Giner es la obra de la Institución, rompe el frágil compromiso, declarando: «Yo soy también una de sus discípulas que nunca olvidará lo que le ha enseñado guardando a su maestro un recuerdo y agradecimiento eterno […]»[52].
El amor se había convertido en pedagogía, como no podía ser menos en Giner; después de este fracaso sentimental no volverá a nombrar a María Machado ni a considerar la posibilidad de contraer matrimonio: su hogar será la casa de la Institución; su familia, la de su discípulo predilecto, Manuel Bartolomé Cossío (su «hijo adoptivo»), que se casó con la gallega Carmen López-Cortón[53]; sus nietos, los alumnos (que cariñosamente lo llamaban «el abuelo») y su dedicación absoluta, la enseñanza. Como él, muchos institucionistas permanecieron solteros. Señala A. Jiménez-Landi:
La mujer española de clase acomodada no les vale por su carencia de una instrucción a propósito y por su dogmatismo. Y dña. Emilia [Pardo Bazán] acierta cuando dice que el modelo exigido por un intelectual del corte de los Calderón, Linares y Giner, sólo puede hallarse allende los Pirineos. De aquí la preocupación de D. Francisco por educar a las jóvenes de nuestro país con unos cánones a la europea, empeño que fue otro de los fines perseguidos por la Institución[54].
Giner tenía claro el tipo de mujer que convenía a hombres como él, un tipo de mujer difícil de encontrar, en efecto, debido al peso de la Iglesia católica en la sociedad española. Lo expresa de forma clara y sin rodeos en una carta a Joaquín Costa, uno de sus más queridos discípulos:
V. no debió entregarse y dar aliento a sus primeras simpatías, hasta asegurarse de que esa señorita reunía todas las condiciones esenciales para hacer su vida con la V. una sola […]. Sin que la mujer tenga tal espíritu de tolerancia que crea que su marido, cualquiera que sea su fe, será bendecido y amado por Dios, si es bueno, sin una tolerancia que llegue precisamente hasta aquí, la vida del hogar es muy difícil; no basta la tolerancia escéptica, ni el propósito de atraer al hombre al antiguo redil, para mantener viva la comunión de las almas. Y, a veces, esta comunión se hace imposible y estalla la discordia; pero, sin llegar a esto, hay siempre en los matrimonios de esta clase una como niebla que todo lo enfría y envuelve y amarga de contrariedad[55].
Después de tan elocuente explicación, Giner remacha:
Si V. cree poder persuadir a esa señorita de que puede «irse a la gloria» casada hasta con un ateo, persuádala y cásese. Pero persuádala V. en realidad y de hecho, no en apariencia; para siempre y en frío, no para el primer mes