Relatos sociológicos y sociedad. Claudio Ramos Zincke

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Relatos sociológicos y sociedad - Claudio Ramos Zincke

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Colegio Alemán. Es un rasgo que caracterizará su trayectoria el de asumir múltiples responsabilidades, con una especie de sentido del deber público. Con esto, además, podría decirse que arranca su trabajo de reflexión sobre la realidad del país, en estas clases de Educación Cívica que comienza a dictar cuando apenas tiene 19 años.

      A poco andar, alrededor de 1964, se involucra con el movimiento estudiantil que en la Universidad Católica desde principios de los años 1960 había comenzado a cuestionar la forma en que era conducida la universidad planteando la necesidad de hacer cambios. La FEUC estaba en manos de la Democracia Cristiana Universitaria. Los cambios generales que se inician en el país con el gobierno de Eduardo Frei Montalva y su “revolución en libertad” son un factor potenciador de la reflexión interna en la universidad, en la cual se hace aún más agudo el contraste de su aislamiento institucional frente a todo el quehacer sociopolítico en su entorno.

      El cuestionamiento, al cual se suman académicos como Luis Scherz, de sociología, se intensifica en esos años. Ya en 1964, Manuel Antonio Garretón, siendo presidente de la FEUC, y uno de los líderes juveniles provenientes de la sociología que participan en el movimiento, afirmaba la necesidad de la reforma (Brunner y Catalán, 1985: 318). Sostendrá, ante el Consejo Superior, que la Universidad Católica, al igual que las restantes universidades del país, “viven a la deriva, sin principios claros”. Entre los cambios requeridos se plantea la necesidad de dar preeminencia a la investigación, contar con autoridades que sean representativas de la comunidad universitaria, democratizar el ingreso y desarrollar una investigación que responda a los problemas relevantes del país. Más de fondo, hay un cuestionamiento al catolicismo tradicional que imperaba en la Universidad Católica. El mismo Vekemans (1963), representando los nuevos aires del catolicismo, había caracterizado críticamente la mentalidad del catolicismo tradicional. Algunas de las posturas de este que Vekemans enumera: “(1) una representación de las estructuras sociales existentes como ‘queridas por Dios’ […], y por consiguiente, condenación de todo cambio más o menos ‘radical’; (2) desinterés por los bienes materiales, y concentración casi exclusiva en la vida venidera, con despreocupación por el presente; (3) resignación ante la miseria y la escasez propia y ajena, por considerarla consecuencia necesaria del pecado original; (4) fatalismo en lo que se refiere a la posibilidad del hombre para controlar y transformar el medio ambiente, con negligencia de la eficacia práctica […] de las buenas intenciones; (5) una caridad entendida en el sentido de ‘favorecer’ a determinadas personas en virtud de sus necesidades o de los lazos personales que a ellas atan […]” (en Brunner y Catalán, 1985: 323-325). Bajo esa orientación, la Universidad Católica había perdido sintonía con los cambios que estaban ocurriendo en la sociedad. En los años 1960, había dejado de ser un centro de innovación intelectual y había perdido capacidad para proveer dirección cultural.

      El mismo Brunner hará, años después, en 1981, un profundo análisis de lo que era la Universidad Católica a principios de los años 60, y del desarrollo del movimiento de reforma, detallando las diversas manifestaciones de la cultura católica tradicional que permeaba la institución y analizando el surgimiento de los planteamientos críticos que prepararon el movimiento por la reforma de la universidad. Tal trabajo posterior constituye un extraordinario ejemplo de análisis discursivo e institucional, exhibiendo las luchas por la hegemonía cultural que tuvieron lugar en ese período, respecto a un proceso del cual él fue agente importante. Es muy difícil resumir un proceso que Brunner despliega en más de cien páginas, y no lo intentaré, pero resulta ilustrativa la síntesis que él hace sobre las “influencias ideológico-intelectuales que confluyen en la formación de esa cultura generacional y estudiantil”, de la cual él formó parte:

      Provenían, en lo principal, del humanismo cristiano a través de su traducción nacional hecha por la Democracia Cristiana; de la renovación católica, tal como la expresaban los jesuitas del Centro Bellarmino, los movimientos pastorales progresistas y las agrupaciones cristianas que vivían el compromiso de una fe tensionada por la autenticidad y el compromiso; y de la difusión de las ciencias sociales que proporcionaban un cierto marco de análisis y ciertas categorías para mirar el país y entender su realidad social y su inserción en la región latinoamericana. Los documentos estudiantiles de la época citan en abigarrada yuxtaposición a Maritain, Mounier, los documentos del Papa Juan XXIII, a Juan Gómez Millas y don Eugenio González, el crítico artículo de Atcon sobre la universidad latinoamericana y menos, pero a veces, a Max Scheler, a Ortega y Gasset y a Jaspers. En los años posteriores al 65, las lecturas habituales de esa generación estudiantil incluyen a la revista Mensaje y los estudiantes reciben asimismo los ecos de los debates democratacristianos sobre el país y su transformación; simultáneamente, los estudiantes de ciencias sociales difunden entre sus pares las nociones que provienen de sus lecturas iniciales de los clásicos del análisis social e histórico. Desde el ángulo más literario de su formación, los estudiantes viven bajo el doble embrujo de Neruda y de Rayuela (Brunner, 1981n: 118).

      Esa descripción revela sus propias influencias. De tal modo, “el movimiento estudiantil de la UC desarrolló en esos años una fuerte identidad colectiva que fue haciéndose en contraste con el clima cultural imperante en los claustros; adversariamente frente a la autoridad universitaria y en resonancia más que en contacto estrecho con los procesos de movilización ideológica y política que experimentaba la sociedad chilena. Dicha identidad, nacida de una experiencia generacional compartida, encontró su proyección más nítida en una demanda por la reforma de la Universidad Católica que, con el trascurrir del tiempo, fue madurando en términos de una estrategia ofensiva” (Brunner, 1981n: 118).

      Tal estrategia fue radicalizándose y, ya a principios de 1967, el movimiento estudiantil diagnosticaba una “crisis de autoridad” y levantaba una consigna de cambio sustancial: exigía “nuevos hombres para una nueva universidad” (Brunner, 1981n: 128). Rechazaba la vieja institución, en términos no solo intelectuales sino también valóricos, y exigía el cambio de sus autoridades. Brunner recordará más tarde, conmemorando los 40 años del evento, lo que animaba a este movimiento:

      Reclamábamos cambiar los estrechos límites dentro de los cuales se desenvolvía la UC: su débil y obsoleta plataforma de conocimiento, sus pesadas rutinas docentes, la rigidez de sus jerarquías académicas, su enclaustramiento y lejanía de los ruidos de la ciudad, su distintivo clasismo e identificación con el catolicismo preconciliar. Anhelábamos otra formación; fuera de clases leíamos otros libros que los prescritos por el syllabus; nuestras conversaciones estaban pobladas por personajes –como la Maga y Oliveira– que no encontrábamos a nuestro alrededor y de autores y teorías excluidos de la reflexión universitaria. Nosotros, aprendices de brujo apenas, ansiábamos entrar en contacto con esas ideas que, sin embargo, apenas lograban penetrar los gruesos muros de la universidad. Igual como ocurría con los grandes sucesos de aquella época –la guerra de Vietnam, los ecos de la revolución cubana, el juicio a Eichmann, el movimiento por la igualdad de derechos y Martin Luther King, la descolonización de África… […]. Nos sentíamos comprometidos, además, con el ‘aggiornamento’ de la Iglesia Católica, la ventana abierta al mundo por el Concilio Vaticano II y, en el ámbito universitario católico, con el manifiesto de Buga, de febrero de 1967, que subrayaba el papel crítico de la comunidad académica ante las alienaciones sociales y rechazaba la conducción autocrática de las universidades católicas. En seguida, la reforma representó un movimiento de rebelión generacional. Significó la emancipación de los herederos, el cuestionamiento de la figura del padre, la ruptura –dentro de la cultura católica– con el principio de autoridad anclado en la familia, en las estructuras educacionales tradicionales, y en la represión sexual. Simbolizó, por decir así, el paso desde el principio de realidad y la sublimación al principio del placer, liberándose energías que pronto se manifestarían en los estilos de vida de los jóvenes católicos y en sus juicios morales. Al perder su legitimidad la Weltanschauung conservadora, surgieron modelos más diversos de convivencia, otras maneras de relacionarse con la naturaleza y la trascendencia, y otras apreciaciones estéticas66.

      Estas

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