Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo. Creusa Muñoz
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A veces, si esas mismas viajeras no podían cruzar el charco, recopilaban artículos y ensayos de teóricas estadounidenses, canadienses, españolas y francesas, extraídos de publicaciones internacionales, y los reproducían en los medios locales. De ahí que no haya habido obras inéditas requeridas a sus autoras extranjeras, no eran textos autógrafos. Seleccionaban a casi todas las de cuño radicalizado. De acuerdo con los conceptos de alejandra ciriza y Eva Rodríguez Agüero, las viajeras militantes elegían a las pensadoras “por las que sentían admiración, o cuyos proyectos les parecían interesantes en términos teóricos, éticos y/o estéticos”. (2)
Hasta acá todo lo dicho habla de la forma en la que circulaban los escritos y los debates de un lado y otro. Sin darse cuenta, ellas hicieron algo que no se había realizado antes en la Argentina en cuanto al pensamiento feminista (3). Por supuesto que lo que hemos heredado de ese pasado reciente son versiones que probablemente no sobrevivieron por su calidad sino por tratarse de las primeras traducciones locales sobre tales temáticas. Seguramente nadie pretendía esconder que se trataba de traducciones caseras, artesanales, sin profesionalismo alguno, con giros lingüísticos difíciles de trasponer a nuestra lengua con la precisión que requería esa literatura para ingresar en el campo intelectual local. Efectivamente, no había recetas ni fórmulas preconcebidas; solo una cierta voluntad militante para lograr un diálogo cercano pero sin el desafío estético que implica el arte de traducir de un idioma originario al propio.
El testimonio de la escritora y editora feminista Mirta Henault, al encontrarse con el escrito clave de Juliet Mitchell, de 1963, es una muestra acabada de lo expresado. Si bien ella aún no había cruzado continentes, tal como afirma, “algo de inglés hablaba, entonces lo traduje rápidamente”.
Eso sí: de lo que estaban convencidas era de que lo que transcribían iba a ser eficaz para un público que se estaba congregando en pequeños grupos de estudio y formación, al menos en Buenos Aires hacia los inicios de los años 70. Por esa razón, el requisito de importar ese material debía cumplir una misión informativa para que sus congéneres no solo analizasen la sociedad en la que les tocaba vivir sino también sus propias condiciones de subalternidad.
VIAJERAS SUI GENERIS
Para completar la presentación de estas damiselas falta una nota de color. Integraba las filas del feminismo argentino una condesa italiana, radicada en la Argentina, Gabriella Christeller, nacida en 1924 en Milán, el epicentro de la moda europea. Quienes la miraban de reojo por su título de nobleza consideraban que su único mérito parecía ser su amistad con Simone de Beauvoir. Ambas se veían cada vez que Christeller viajaba a París. Otras la estimaban por su generosa contribución de bibliografía procedente de países lejanos y, también, en ocasiones, por el ejercicio de traducirlos. Se presume que ella introdujo en la agrupación los escritos de la Rivolta Femminile, junto con el libro Escupamos sobre Hegel, de Carla Lonzi, obra reveladora sobre la libertad de abortar. En palabras de Gabriella: “A Carla yo le tenía un gran cariño y estábamos siempre conectadas. No recuerdo en qué año mandé a traducir su famoso texto”. Y hubo una segunda vuelta. Además de viajar asiduamente por Europa también recorrió Estados Unidos. Por caso, la ciudad de Los Ángeles: “Por los años 60, yo me contacté con el feminismo estadounidense. Una funcionaria venezolana de Naciones Unidas me había dado dos archivos llenos de materiales relacionados con la situación de las mujeres. Me dijo que a nadie le interesaba y menos a los varones de ese organismo. Estaban escritos en español y en inglés. Algunos de ellos yo los traduje”.
La escritora feminista Leonor Calvera recuerda el temple de andarinas tanto de la productora y cineasta feminista María Luisa Bemberg como de Gabriella: “Eran viajeras impenitentes, nos traían el material casi en el mismo momento de aparecer. Nos sentíamos formando parte del mismo cuerpo, el mismo organismo que nuestras hermanas del Norte”. (4) La poeta Hilda Rais dijo al respecto: “Nadie más que ellas dos viajaban (o habían viajado) a USA y a Europa respectivamente. Las traducciones las hacía Leonor Calvera, probablemente Analisa Matiussi y también Nelly Bugallo, del inglés al castellano”. Y prosigue: “Teníamos poquísimo material al alcance. Algunos libros que habían traído de afuera Gabriela de Italia y María Luisa de Estados Unidos. Hacíamos fotocopias de muchos artículos”.
Pero quien dio un remate fue la consagrada periodista y diseñadora de modas Felisa Pintos, quien aún nos incita con sus notas. Dado que ella mantuvo una estrecha amistad con la Bemberg, puede dar cuenta de su aporte: “Hacía cine con su propio dinero y estaba al tanto del feminismo en general. Su tendencia era seguir a una publicación parisina, Torchon brulé (Trapo de cocina quemado), del conocido MLF. Además, María Luisa leía en todos los idiomas a la perfección, por lo cual accedía fácilmente a los materiales publicados en las principales urbes del viejo y nuevo continente, traídos dentro de sus maletas”. En una entrevista del diario Clarín, titulada “María Luisa Bemberg, la otra película”, la directora de cine se declaraba una viajera incansable y confesaba su amor por las travesías: “Como todos los argentinos, visitaba París, Londres, New York y algunas veces Roma”. (5) Cuando describía las demandas más sentidas por las mujeres con las que ella se comprometía, se identificaba con el feminismo blanco de la igualdad; sus reclamos se vinculaban más al mundo laboral y profesional, a la falta de acceso de sus congéneres a la participación política y su invisibilidad en los rangos del estado. (6)
En ese peregrinaje, algunas viajeras militantes impusieron el aborto voluntario en la agenda del activismo feminista local. La cuestión más gravitante era densificar el concepto de las políticas del cuerpo y el derecho a decidir, en debates relacionados con la sexualidad desligada del campo médico. Después de mucho investigar se sabe de buena tinta que la tecnología de la traducción encierra diversas espesuras, voces y matices: entre ello, encarna un sentido heterocolonial. En ese aspecto, a la hora de replicar producciones posiblemente se hayan expandido discursos que reposan en la consabida premisa “el saber es poder”. La producción suponía un desplazamiento, el tránsito de una realidad cultural a un contexto nuevo, un abrirse camino a través de la escritura. Ahora bien: una forma de tomar las riendas ha sido dilucidar lo que establecen alejandra ciriza y Rodríguez Agüero sobre ciertas especificidades de la traducción: “Se halla ligada, en realidad, más que al traspaso de una lengua a otra, a condiciones materiales que establecen relaciones asimétricas que marcan los intercambios culturales”. (7)
Por lo tanto, siguiendo esta línea de pensamiento, al instante de traducir un texto, en especial cuando se llevaba a cabo entre Norte-Sur, se ponían en juego mutaciones conceptuales, ruidos y mecanismos de poder culturales y políticos. No obstante, sin omitir la violencia de la conquista que desata el hecho de jerarquizar un saber de supremacía sobre otro colonizado, importa rescatar de nuestras viajeras militantes el arrojo de sus osadías al abrir un camino imposible de desandar, tal como fue la demanda del aborto libre y gratuito, escoltada por voces propias y también ajenas. Se las invitaba a colocar en palabras el registro de la desigualdad y la