Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza

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Sobre el razonamiento judicial - Manuel Atienza

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      En este caso, una autoridad que individualmente no sostenga cualquier pretensión de corrección en sus actos actuaría de forma parasitaria en relación a un sistema jurídico que, como un todo, sostiene la pretensión de corrección y le atribuye competencia para practicar un determinado acto jurídico. Por consiguiente, Calígula o Nerón actuarían (en el ejemplo) como meros parásitos de un sistema jurídico; el hecho de que una autoridad actúe de forma injusta y sin motivación (sin individualmente erigir una pretensión de corrección) prueba solamente la posibilidad de abusar de las prerrogativas jurídicas de una autoridad. Y nada más.

      Con esta explicación, se puede establecer una respuesta adecuada a la crítica que Atienza hace a Alexy con respecto a la obligación de sinceridad en la argumentación jurídica. En las argumentaciones de los abogados y de los grupos políticos opuestos en una argumentación legislativa, lo más importante no es lo que ellos sostienen como individuos aislados. Cuando estos actores presentan sus argumentos, lo que importa no es lo que ellos “piensan” o “creen” cuando aducen una determinada interpretación o tesis sobre la corrección de una proposición jurídica. Del punto de vista objetivo u oficial, ellos sostienen que sus interpretaciones son correctas, y con este acto preformativo surge una obligación de sinceridad que debe ser conectada con este acto preformativo. Es una obligación ilocucionariamente conectada con las pretensiones de corrección que las autoridades jurídicas erigen para sus acciones.

      Tener una obligación de sinceridad, aquí, no es lo mismo que subjetivamente creer en la corrección moral de las decisiones que se sostiene como abogado o legislador. Imagínese el ejemplo de un abogado practicante de la religión católica delante de un caso judicial en que defiende un enfermo terminal que desea poner fin a su vida por medio de un suicidio asistido. ¿Acaso se podría exigir que el abogado crea en su íntima convicción que la permisión del suicidio asistido es la mejor interpretación del principio de la libertad o que este principio tenga un peso superior a lo que él considera un aspecto fundamental del derecho a la vida?

      Algo parecido se puede decir sobre los legisladores. En un ejemplo semejante, un diputado católico no necesita íntimamente creer que la eutanasia es moralmente permisible para interpretar correctamente los derechos a la vida y la libertad individual. Puede decidir incluso a favor de una ley que permita la práctica del suicidio asistido. Puede muy bien sostener que la eutanasia debe ser permitida por razones bien diversas, como el respecto por las opiniones y creencias de otras personas o incluso por razones pragmáticas sobre los costos de manutención de la vida de quién no tiene ningún interés en ello y no ve ningún valor en su manutención. Lo único que se puede exigir del diputado es que sus decisiones sean moralmente responsables y no el producto del arbitrio un capricho individual. Si se toma la exigencia de sinceridad en este sentido débil, se puede decir sin problema que es una exigencia que vincula a todos los participantes de buena fe en cualquier deliberación práctica racional.

      Cuando se exige que los participantes de un discurso jurídico aduzcan razones orientadas para el entendimiento, y no el éxito, esta exigencia no sería entendida subjetivamente, sino de manera objetiva o institucional. Aunque los abogados, jueces y legisladores no tengan necesariamente que creer subjetivamente que sus razones pueden llevar a un entendimiento con los demás participantes, esas razones tienen que ser empleadas de manera leal y moralmente responsable, sin buscar el engaño y la manipulación.

      Si es así, entonces hay buenas razones para seguir entendiendo al discurso jurídico como un caso especial de discurso práctico general, aunque eso no signifique necesariamente que no existan importantes diferencias entre el razonamiento legislativo y el razonamiento judicial.

      El argumento del apartado anterior conlleva a la conclusión de que no es evidente la incorrección de la intuición de Alexy de que todos los ámbitos de la argumentación jurídica se someten a las reglas y formas del discurso práctico general. La diferencia entre los diversos ámbitos de la argumentación jurídica —como el razonamiento judicial, legislativo, de los abogados y de la dogmática jurídica— estaría por consiguiente únicamente en el énfasis que se pone en diferentes reglas y formas de argumentación en cada uno de estos contextos de producción y refutación de razones jurídicamente relevantes.

      El problema no sería, pues, el hecho de que se admiten razones estratégicas y pragmáticas en los argumentos de los legisladores y los abogados, pues estos argumentos también tienen aplicación en el razonamiento judicial, sino en la fuerza de estas razones en comparación con los argumentos éticos, morales y jurídico-formales que se encuentran en la argumentación jurídica como un todo.

      Para testar esta hipótesis, es interesante mencionar las principales exigencias y pretensiones de racionalidad que se suelen encontrar en la argumentación legislativa en general. En este punto, creo que la teoría de la legislación de Atienza sigue siendo, hasta hoy, la más importante contribución que se puede encontrar en la literatura de filosofía del derecho y teoría de la argumentación jurídica. Una mirada en esta teoría puede, lo creo, ayudar a comprender la relación entre el razonamiento legislativo y el razonamiento judicial.

      De acuerdo con Atienza, podemos distinguir cinco “modelos, ideas o niveles de racionalidad” en el contexto de la legislación:

      ¿No estarían esos modelos, ideas o niveles de racionalidad también presentes en el contexto de la jurisdicción? ¿Son ellos una característica de la argumentación legislativa, que no se aplican en los discursos prácticos generales?

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