Corrientes pedagógicas contemporáneas. Juan Carlos Pablo Ballesteros
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Brameld afirma que una de las contribuciones más importantes que han efectuado los teóricos de la cultura es el del «tipo básico de personalidad» o «personalidad modal», que se revela por el estudio de los seres humanos viviendo en una cultura. Es de interés el aporte de Bidney, cuando expresa que «... los psicólogos han tendido a subrayar la originalidad de las personas, mientras que los antropólogos culturales han prestado atención a los elementos comunes o rasgos de la «estructura básica de la personalidad», o «personalidad modal» que el individuo comparte con los miembros de su comunidad cultural».55 El concepto de personalidad modal es para Brameld de gran importancia en la educación, ya que es de gran ayuda para que los educadores comprendan los modos de acelerar el proceso cultural y las dificultades que esto implica. Precisamente una de las mayores falencias que encuentra este autor en la formación de los docentes es la carencia de conocimientos de las personalidades modales más semejantes a las propias y su consiguiente incapacidad para comprender las que están plasmadas en culturas o subculturas diferentes de la suya.
Según Brameld el estudio de la personalidad modal nos conduce directamente al problema del proceso cultural a través de la educación, ayudándonos a comprender las variaciones de las personalidades modales en las que sería deseable producir algún tipo de cambio. Por eso cualquier teoría de la educación adecuada a nuestra época tendría en cuenta el carácter dinámico y temporal de la personalidad y su inclinación a la búsqueda de fines; las tensiones que surgen entre la búsqueda de satisfacción de sus deseos y las restricciones que le impone toda cultura. Ahora bien, cabe preguntarse a qué clase de fines debe hacer referencia una teoría de la educación. Brameld sostiene que la educación no puede contentarse sólo con describir el fenómeno de la búsqueda de fines. Debe también ayudar a las personalidades a convenir con los fines predominantes de sus respectivas culturas y a analizar, expresar, completar y a menudo reconstruir tales fines de la mejor manera posible.
Esta cuestión de los fines exige considerarla desde una perspectiva que excede lo meramente educacional, ya que éstos son ante todo problemas de la cultura. Frente a esto queda la opción de sostener que la educación, como servidora de la cultura, se debe limitar a transmitir los valores sociales y personales que han heredado de la realidad cultural, o sostener, desde una concepción más operativa, que la educación tiene una responsabilidad singular en el sentido de plasmar y orientar esos valores. No escapa a Brameld la importancia de este tema. En su obra La educación como poder refiere cómo cierta vez en el Japón le preguntaron cómo se estudiaban los problemas éticos en las escuelas norteamericanas, y cómo consideraba que se debían enseñar los valores. Su respuesta fue que la educación moral prácticamente no existe en los Estados Unidos, salvo en las escuelas parroquiales, y que en su patria los valores constituyen el problema más descuidado de la educación.
En su opinión esto se debe a la secularización de la educación pública, que ha implantado un plan de estudios concentrado en los llamados conocimientos y habilidades objetivos. Esto contribuye, obviamente, a que los maestros queden protegidos del cargo de complicarse en cuestiones controvertibles saturadas de implicaciones éticas. A esto debe agregarse, dice Brameld, que las máquinas de enseñar alientan la tendencia hacia un aprendizaje concentrado en materias y en el dominio de las habilidades, «... pues es difícil imaginar una máquina que capacite a los jóvenes para resolver asuntos morales de la vida real».56
Para tratar este tema Brameld selecciona dos problemas que considera cruciales: el problema de la relatividad o universalidad de los valores humanos y el problema de la libertad. Con respecto al primero escribe que cabe preguntarse si son todos los valores relativos a determinadas culturas, y por lo tanto a determinada época y lugar dentro de los cuales aparecen y se desarrollan estas culturas, o, por el contrario, si los valores son universales, comunes a muchas o a todas las culturas.
El relativismo cultural hace hincapié en la dignidad inherente a cada sistema de costumbres y la necesidad de tolerancia hacia otras, aunque difieran de las propias. Sin embargo, siguiendo a Kluckhon, dice Brameld que no es sostenible ni un extremo relativismo ni un extremo universalismo: tal como lo enunciaron Kluckhon y Kroeber en un trabajo conjunto, «La aceptación de la relatividad de los valores y normas morales se impone a nuestro concepto de que cada cultura tiene un cierto grado de autonomía (...). Por el otro lado ... el hecho de que todos los hombres tengan una anatomía y una fisiología esencialmente común ... hace que se pueda esperar una penetrante similitud genérica de los valores culturales. (...) Los valores, entonces, son al mismo tiempo particulares y relativos, universales y permanentes».57
Según el parecer de Brameld existen valores comunes a distintas culturas, que se derivan principalmente de las similitudes biológicas que tienen todos los seres humanos. Así ninguna cultura aprueba el sufrimiento humano como un bien en sí mismo, ninguna apoya el incesto o la violación, el robo o la mentira indiscriminados, ninguna permite una anormalidad tan extrema que una conducta individual resulte perjudicial al grupo.
Según Linton, las investigaciones comparadas realizadas por antropólogos sugieren que entre las culturas existen más similitudes que diferencias. «Entre las similitudes con implicaciones valorativas están: el matrimonio como ideal para toda la vida; la responsabilidad de los padres hacia los hijos y viceversa; la propiedad personal y el dominio supremo; la caridad; las obligaciones económicas que implican efectos personales y servicios; la oposición al crimen y a la violación sexual; la seguridad tanto física como psíquica».58
Pero si bien existen valores que son comunes a todas las culturas, estos están organizados en jerarquías, y éstas varían de una cultura a otra. Por ejemplo, la castidad puede ser un valor común, pero unas culturas la ponen como un valor que está por encima de otros, y otras no. Pero a pesar de las diversas jerarquías, que cada cultura posea su propio sistema de valores, si la frase «una humanidad común» tiene sentido, dice Brameld, entonces los valores comunes son innatos a la humanidad. Luego, así como cada personalidad es al mismo tiempo diferente y común a todas las demás, lo mismo ocurre con cada cultura.
La educación, por su parte, como institución normativa, tiene la responsabilidad de ocuparse de los problemas surgidos a raíz del universalismo y relativismo cultural. El relativismo cultural no carece de méritos educacionales, escribe Brameld. Uno de los más importantes es el de promover los valores de tolerancia y respeto por la diversidad cultural como fin educacional. La apreciación de gentes que practican formas de vida diferentes resulta un hito para todos los programas educacionales que valoran la comprensión intercultural e internacional, afirma. La determinación de valores amplios, por su parte, si bien nunca es completa, puede orientar decisivamente la acción educativa. Si la educación se decide por actividades y contenidos de largo alcance los fines universales pueden tener una enorme importancia para el futuro de la humanidad.
El interés que demuestra Linton por la universalidad de las creencias religiosas lo lleva a Brameld a admitir la existencia de lo que denomina «el espinoso problema de la educación religiosa en una democracia como la de Norteamérica». Su posición es que «... desde el momento en que consideramos que uno de los propósitos de la educación responsable es familiarizar a los niños con todos, no sólo con algunos de los aspectos de la vida humana con la que deben enfrentarse como seres culturales, entonces, el verdadero problema no estriba en saber si debiera enseñarse religión sino cómo habría que hacerlo».59 Por supuesto, aclara, las escuelas públicas no pueden enseñar ningún credo o fe y permanecer fieles a los principios de la enseñanza democrática y científica. Lo que pueden hacer, en su opinión, es incitar a los alumnos a investigar y valorar el significado de la vida religiosa en todas sus expresiones culturales, lo que podría aumentar la tolerancia por «las diversidades de la expresión religiosa» y ayudar a los niños a volver a apreciar las propias creencias preferidas hasta ese momento, conduciéndolos hacia creencias más universales y más firmemente establecidas que las profesadas por ellos anteriormente.60
Termina Brameld este análisis de los