Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat
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Al abordar este tema, el ensayista Oscar Rodríguez Ortiz echa mano de la locución latina sine nobilitate para referirse así a quien vive, actúa y respira como los nobles, fascinado por las maneras y aparatos de los grandes[40], citando de paso a un autor español a juicio de quien toda esa energía social de Miranda se veía atizada por un resentimiento que le serviría, a fin de cuentas, para vengar las humillaciones de las cuales fuera objeto su propia familia[41]. Por su parte, y a propósito también de esta forma tan contradictoria que tuvo Miranda de combinar prejuicios y aspiraciones, María Elena González Deluca no deja de llamar la atención acerca de la concepción «aristocrática» que este contrapuso siempre al republicanismo más extremo. A fin de cuentas –y con razón–, la historiadora califica semejante actitud de «extraña», sobre todo si se toma justamente en cuenta la manera como, algunos años antes, Miranda había llegado a ver cómo su familia había sido discriminada por los verdaderos mantuanos[42].
Incluso, resulta más que probable que Miranda alentara a otros a darles mayor colorido y realce a sus orígenes sociales de los que realmente tuvo para adecuarlos a la imagen que se fue construyendo de sí mismo a medida que más se alejaba de su vecindario de origen. Así parecieran testimoniarlo al menos los afanes de William Burke –amigo y socio de Miranda en aventuras periodísticas–, quien, en 1808, ofrecería a su lectoría inglesa una semblanza que lo hacía entroncar con un linaje más o menos encumbrado en su comarca natal[43].
Claro está que su condición de exiliado casi perpetuo debió contribuir –y mucho– a que Miranda se construyera una imagen un tanto distorsionada de sí mismo y acerca de su propia procedencia dentro del orden social del cual era oriundo. En todo caso, esa aristocracia de excepción que se labró a lo largo de los años, esa suerte de aristocracia del espíritu, ejercitada y desarrollada en los altos salones europeos, lo llevaría a aprovisionarse de conocimientos de toda clase y formarse una visión ambiciosa a fuerza de amplia. Para ello se anexa maestros particulares en lenguas modernas, se provee diccionarios y tratados de todo tipo, compra libros a raudales y se informa de todo cuanto aumente su caudal de experiencias. No existe prácticamente ninguna disciplina del conocimiento ante la cual no discurra su curiosidad: idiomas, arte, literatura, política, matemáticas, astronomía, ciencias naturales, filosofía. Tal como lo observara el escritor Santiago Key Ayala, «pareciera como si antes de consagrarse a la emancipación de las colonias españolas ha comenzado a emanciparse él mismo»[44].
En esto de emanciparse a sí mismo puede que hubiere algo de quien buscaba en los viajes que lo llevarían a recorrer desde Kronstadt hasta Atenas, o desde Toulouse hasta Esmirna, una especie de independencia frente a su propio pasado. Tanto así que existen razones para suponer que ese credo de emancipación iría mucho más allá: a la larga, se emanciparía también de su propia familia hasta casi no dejar traza de ella en su epistolario.
Aún en España, entre 1771 y 1772, y en La Habana, diez años más tarde, persistirá en mantener cierta correspondencia con los suyos y comprometerse en la remisión de uno que otro obsequio, especialmente dirigidos a Rosa Agustina, la preferida de sus cinco hermanas. Sin embargo, la lejanía (y el deliberado distanciamiento) irá dando lugar cada vez más a las reconvenciones que le formulara su propia parentela. «Por Dios, Panchito, escribe a tu padre, no puede ser feliz ni honrado el que no cumple con su familia», le espetaría su cuñado Francisco Antonio Arrieta[45]. Su propia hermana predilecta –Rosa Agustina–, quien desde mucho antes le reprochara su falta de espíritu familiar, rogándole que «no negara el consuelo de la correspondencia de la familia»[46], le dejaría caer estas líneas:
No seas ingrato, ya que tenemos perdida la esperanza de verte, siquiera que tengamos el consuelo de ver tus letras, que te aseguro que me compadece mi padre cuando, conmigo a solas, se lamenta de que habiéndote traído la fortuna tan cerca no haya visto siquiera una letra tuya, por lo que te suplico no le niegues este alivio que a ti te cuesta tan poco; desde que mi madre murió no hemos tenido letra tuya[47].
Miranda tardaría en responder a tales reproches y, cuando así lo hiciera, sería sobre todo interesado en suplicarle a su cuñado Arrieta que, por intermedio suyo, le solicitara a la familia que le dispensase el favor de gestionarle dos mil pesos destinados «a satisfacer a las personas que generosamente [me] han favorecido». Tal carta estaría fechada en Londres en 1785, durante su primera estadía en la capital inglesa[48].
Como bien lo advierte Manuel Lucena Giraldo, ya cumplidos los 33 años (es decir, doce desde que se marchara de Caracas), Miranda se desata definitivamente de sus orígenes y toma distancia[49]. Por su parte, Inés Quintero observa que, transcurrido ese lapso, el desapego e indiferencia con respecto a la familia será notorio[50].
Tal vez no bastaba siquiera con que fuese desaprensivo en la órbita de los asuntos familiares puesto que mucho más llamativo aún es el hecho de que apelara de manera un tanto insincera al recuerdo de los suyos. Así ocurrirá en más de una oportunidad cuando pretexte haber sido objeto de un insidioso hostigamiento y una persecución soez por parte del Gobierno de Madrid, al punto de privarle –y tales serían sus palabras– «hasta de la correspondencia con mis padres y familiares en América»[51].
Este empleo instrumental que hará de la familia habría de extenderse incluso a la necesidad de entremezclar la urgencia de trasladarse al Caribe hispánico para emprender los proyectos a los cuales poco a poco venía dándoles calor con el deseo de entrar en posesión de sus propiedades y reencontrarse con su parentela. Así se lo expresaría a los ingleses en 1790, lo repetirá en 1797 y volverá a insistir tercamente en el mismo argumento hacia fines de 1810, cuando el propio Gabinete de S.M.B. viera con poca simpatía que Miranda pretendiese partir a Caracas justo cuando lo hacía de regreso la misión oficial destinada por la Junta Suprema a Londres para informar a las autoridades británicas de lo actuado desde el 19 de abril y sensibilizarlas respecto a sus reclamos, aun en medio de la fidelidad que le guardaba a Fernando VII.
En este sentido, si algo seguramente procuró evitar el Gabinete de S.M.B., en respeto a la integridad de los compromisos que traía contraídos con el Consejo de la Regencia española, fue la posibilidad de ver que Miranda, quien expresaba querer «regresar al seno de mi familia en condición de simple ciudadano», lo hiciera a bordo de una nave de guerra británica, con todas las implicaciones protocolares y simbólicas que pudiera revestir el caso[52].
Cabe observar empero que, pese a las distancias que impusiera el tiempo, Miranda sí tuvo un fugaz reencuentro con su única hermana sobreviviente al darse su retorno a Caracas en diciembre de 1810[53], aun cuando, por las razones que fuere, no tardó en tomar alojamiento más bien en casa de los Bolívar[54]. Es de señalar que tampoco debía ser mucho lo que aún quedara en pie del antiguo solar familiar luego de tantos años de ausencia y de la virtual quiebra que sufriera su padre. Esto hace suponer que, entre los motivos que le dieron sentido a su regreso, la familia –como continuidad de todo cuanto representara Caracas en el plano afectivo– pudo obrar como un aliciente más bien marginal. Ahora bien, ni qué decir tiene que la muerte de su madre, ocurrida en 1777 luego de haber tomado los hábitos de mercedaria y llevar vida de reclusión en un convento de Caracas, no pareció suscitar mayor reacción o comentarios de parte del distante primogénito[55]. Su padre, quien permaneció viudo durante once años (pues murió en 1791[56]) apenas figuraría como una sombra que tendería a desvanecerse cada vez más de su epistolario.
Como si fuere poco, existía algo que lo ligaba demasiado a ese pasado lleno de heridas: su propio nombre, que era también el