La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras

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La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3 - Arturo Martínez Nateras La izquierda mexicana del siglo XX

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por vía de la educación, pregonan hace más de un siglo, sin atinar cuál educación impartir ni cómo educar a los hablantes de otra lengua. Cuando apenas se había fundado la sep, Gregorio Torres Quintero afirmaba: “La existencia de tantas lenguas es un obstáculo para el progreso de la nación”. Hoy en día, sigue siendo el principal obstáculo para una “educación de calidad” y para la reforma educativa.

      El poder y las autoridades educativas, al igual que hace cinco siglos, pretenden conocer cabalmente la enfermedad que aqueja al paciente, como recomendaba fray Bernardino de Sahagún, para sanarlo mejor, ya que tanto se resiste a morir. No cabe la menor duda: hay que cambiarlos. Los neo evangelizadores serían más felices en un país hecho a su modo y semejanza.

      Poco cambia la visión, sea de izquierda o de derecha, desde el gobierno o en la opinión del ciudadano común: la educación permitirá el progreso y regeneración del indio, le dará la posibilidad de participar, entender, ubicarse y unirse al flujo de una cultura nacional, donde las diferencias sean apenas adjetivos aleatorios y no una cualidad identitaria. Los indios deberían ser una colorida fiesta folclórica, una estampa límpida en el horizonte: anuentes, vistosos, mágicos y turísticos, el esdrújulo aderezo étnico de nuestra república.

      La educación pública, gratuita y laica es un gran logro de la Revolución mexicana. Su planeación y ejecución siempre han sido bastión de avanzada desde los gobiernos, aunque más tarde se degrade y convierta en pura demagogia y burocracia. La izquierda y el Estado han trabajado de acuerdo en eso: la necesidad de educar a futuros ciudadanos, no a comunidades, no a grupos. La educación indígena actual es parte de la responsabilidad institucional; las dificultades y dilemas para ejercerla derivan de males y problemas ancestrales: cómo acercar las distancias, cómo incluir en una sola acción condiciones tan distintas, circunstancias tan encontradas. El deseo de modificar, enmendar, dictar lo que el otro debe y puede saber, entender, aprender —o qué debe y puede leer— han sido la constante institucional. En el caso de que se garantizara la igualdad de todos los mexicanos —si las leyes que así lo postulan se cumplieran—, la obligación de tener programas y evaluaciones idénticos en universos diferentes no solamente anula la especificidad de los participantes sino que reproduce, tal cual, un sistema de inequidad. Se ahonda la distancia entre tales universos, no se subsana.

      El problema no se limita a la educación: se descalifican sus culturas en todos los niveles al hablar de artesanía, que no arte; subsistencia, que no producción; saberes, que no conocimiento; cultura oral, que no escrita; sistemas de creencia, que no religión; usos y costumbres, que no autonomías. La relación entre los indígenas y el Estado —y sus instituciones— siempre ha sido disfuncional. Indigenistas, pedagogos y antropólogos —dentro y fuera del Estado— han mediado con mayor o menor éxito entre ambos polos.

      Parodiando a Luis Villoro, hubo grandes momentos de la izquierda en el indigenismo del siglo pasado: Alcozauca, Juchitán y Chiapas. Hubo también grandes momentos de la educación indígena: dgei, educación comunitaria en lenguas. Educación indígena y los gobiernos caminaron de la mano durante el siglo xx. Con Cárdenas se inicia el indigenismo oficial y se abren las puertas al Instituto Lingüístico de Verano, que habría de inventariar, sistematizar y escribir casi todas las lenguas del país; se produjo también un corpus significativo de textos etnográficos, ajenos al credo de los investigadores. Se inició simultáneamente el proceso de alfabetización y conversión de los pueblos que tantas escisiones ha acarreado, por las múltiples formas en que las nuevas sectas erosionan la comunalidad, la organización interna del trabajo y las jerarquías locales. Lo que quedó de aquello en las comunidades, si acaso, fueron versiones en lenguas de los Evangelios, diccionarios, vocabularios básicos y pequeñas antologías de textos que leyeron poquísimos usuarios: la escritura y lectura en la propia lengua se usaron solamente como estación de tránsito hacia la conversión (la Biblia se lee, estudia y profesa en español).

      El ini fue creado en 1948. Sus publicaciones en lenguas son de carácter muy genérico o bien difunden el conocimiento del mundo indígena en un círculo académico muy acotado. Son relevantes, en cambio, sus fotografías, grabaciones y videos, aún más inaccesibles. Sus archivos visuales y sonoros, de enorme riqueza, están secuestrados por la dificultad de la consulta. A partir de la década de los sesenta, sobre todo, los antropólogos mexicanos participaron de manera beligerante en las discusiones teóricas de la época sobre etnias, naciones y los derechos que les correspondían. Además, por haber vivido cerca de las comunidades, estudiado las culturas, compartido sus carencias y haberse comprometido con ellas, tuvieron una conciencia crítica que, aunada a las luchas indígenas, logró imponer políticas públicas de avanzada, sobre todo en el campo de la educación.

      Esa izquierda etnofílica y poco ortodoxa de los años setenta es una rama, a contrapelo, de las izquierdas postsesenteras que trabajaban en la consolidación de sus partidos, o el proselitismo entre obreros —clase elegida por excelencia—, y hasta con campesinos. Los líderes de izquierda discrepaban de la militancia etnológica: los indígenas no eran clase, la consideración racial era un retroceso a tiempos anteriores a la Independencia, lo indígena nunca fue considerado categoría política. Las reivindicaciones de las autonomías o las “nacionalidades”, creían firmemente, llevaban a la balcanización y dispersión de la lucha revolucionaria, argumentos que esgrimieron décadas más tarde, cuando se negaron a avalar los Acuerdos de San Andrés.

      Como resultado del acceso masivo de los indígenas al sistema educativo nacional —de tan repetida, sufrida y recriminada memoria—, una generación de indígenas alfabetizados, hablantes de mal español, padeció discriminación y terminó incorporándose a la pobreza mestiza general, pero dejó de enseñarle lenguas a sus hijos, creyendo que ésta era la causa de los males padecidos. Sin embargo, una élite traspasó las fronteras de la marginación y brindó un atisbo mínimo, pero esencial, sobre la riqueza y opciones de la diferencia, dentro y fuera de sus comunidades o pueblos.

      A finales de los setenta y en la década de los ochenta se puso en marcha un ambicioso proyecto: la creación de un programa de educación indígena. Una nueva conciencia recorría el mundo: luchas de liberación y surgimiento de nuevas naciones, pronunciamientos internacionales por los derechos civiles de indios y de otras minorías, las declaraciones de Barbados. Experiencias previas en los Centros Coordinadores del ini, un amplio y ambicioso programa de formación de lingüistas y promotores nativos iniciado en Pátzcuaro y continuado por el ciesas, y un equipo encomiable de investigadores iniciaron el primer programa nacional para la educación en lengua materna y castellano, y la producción de materiales educativos y publicaciones: cartillas, guías, libros de lectura. La educación indígena era una necesidad apremiante, surgida tanto de las necesidades indígenas como de las discusiones académicas.

      Los indígenas, la mayoría de las veces, se negaban a la enseñanza en lengua indígena: si por fin iban a tener escuelas, era para compartir un universo nombrado en otra lengua, para que pudieran ser incluidos en él, no para perpetuar su extrañamiento y alejamiento del botín. También los indios prósperos avalaban esa postura y los escasos maestros, promotores de programas educativos previos, así como los profesionistas que apoyaron el proyecto —la Asociación Nacional de Profesionales Indígenas Bilingües, A.C., anpibac— eran mucho más cautos que la antropología y pedagogía de avanzada, y a la cabeza de instituciones claves estaban Guillermo Bonfil y sus aliados.

      La Dirección General de Educación Indígena —con diferentes apellidos: bilingüe, bicultural, intercultural— comparte, desde el principio, los vicios y virtudes magisteriales, a los cuales añade los males indígenas; carencia de profesores y de materiales; multiplicidad de variantes dialectales, real o exacerbada; presupuestos pobres y siempre escatimados; entornos de pobreza y marginación. Jamás se consideró que, además de indispensable, iba a ser tan costoso y tan complejo educar en tantas lenguas.

      La educación indígena prosperó y la razón engendró monstruos: del magisterio provienen intelectuales, dirigentes y voceros de las comunidades, comandantes del ezln; también caciques

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