La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras
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Estas nuevas formas de acumulación, que conectan los circuitos legales de la economía, la política, la cultura, con los ilegales, son responsables de las grandes violencias del mundo actual.
Al respecto, quiero proponer dos puntos de partida:
1. Frente a los procesos institucional mafiosos de carácter global, las resistencias más eficientes y novedosas operan en el ámbito local y, especialmente, en el comunitario. Las experiencias del Municipio Autónomo de Cherán K’eri o de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias de Guerrero son ejemplos extraordinarios de ello.
2. Las políticas de dominación mediante las tecnologías del miedo, que propician estas violencias desatadas y que se replican en el discurso mediático, son muy eficientes y logran su cometido en amplios sectores de la población. Sin embargo, las resistencias también se despliegan constantemente y permiten sobrepasar el miedo. Pero lo hacen de una manera intermitente y fluctuante: se extienden y se retraen, a veces se visibilizan y otras se ocultan en los márgenes sociales y en sus propios espacios.
La globalización ha significado una multitud de cambios, entre ellos un escalamiento del Estado del ámbito nacional al supranacional. No estamos ante el debilitamiento del Estado como tal, aunque sí del debilitamiento del Estado-nación en beneficio de instancias estatales y corporativas supranacionales y superconcentradas. Pero cuanto más totalizante es un poder, más dificultad tiene para comprender y capturar lo pequeño; cuanto más globalizante, más necesidad tiene de simplificar una complejidad inabarcable y, por lo mismo, más fugas ocurren, especialmente desde lo local.
Contra la lógica de las escalas, por la cual lo pequeño parece irrelevante en relación con lo gigantesco, lo que se verifica políticamente hoy es que, si bien todas las dimensiones —de lo global, lo nacional, lo local— están en sintonía o en resonancia, la peculiaridad de cada uno de estos niveles no deja de operar. Y una de las particularidades de lo local, y en especial de lo comunitario, es que los grupos de interés, sus vinculaciones, sus prácticas, sus violencias, y sus políticas de terror se presentan allí de manera particularmente descarnada. Es lo que hemos podido ver en Ayotzinapa, en Tixtla y en gran parte de Guerrero; en Cherán, en Ostula y en muchas regiones de Michoacán, así como en otras entidades federativas.4 Las violencias y las redes ilegales protegidas por sectores del Estado son allí mucho más visibles y en extremo peligrosas; y es precisamente en estos ámbitos estratégicos por razones que suelen ser económicas donde se trata de imponer el terror como política de control poblacional.
Sin embargo, la exposición constante a la violencia puede someter pero en ocasiones puede funcionar como una suerte de inmunización que permite sobrepasar el miedo y, ante la ausencia de toda alternativa, empujar a la acción.
Tal es el caso del levantamiento de Cherán K’eri, por ejemplo, donde el avance de las redes criminales y la protección de las mismas por la autoridad, no le dejó a la comunidad otro camino que levantarse y tomar la seguridad en sus propias manos, como condición para garantizar la sobrevivencia de sus bosques y la de ellos mismos como comunidad. Algo parecido ha ocurrido en las comunidades de Guerrero que se nuclearon en torno a las CRAC, así como en otras partes del país. Son experiencias que lograron vencer a las redes criminales, coludidas con las autoridades.
En ambos casos, hubo una fuerte exposición a la violencia criminal, atemorizamiento de la población para impedir su reacción y, sin embargo, la capacidad de unirse, encontrar respuestas colectivas y, a partir de ello, reconocer su capacidad de autoorganización y autocuidado no sólo en términos de la seguridad sino en las formas de organización social y política. A partir de ello, desarrollaron prácticas autonómicas y construyeron alternativas a la política institucional, desde los márgenes del Estado, y con una estabilidad considerable (seis años para el caso de Cherán y más de 20 para Guerrero). En ambos se trató de reacciones no sólo locales sino principalmente comunitarias, lo cual no es un dato menor.
Si bien es fundamental reconocer la importancia de lo comunitario, considero que es políticamente importante romper con una visión romántica. Lo comunitario no es una realidad pura, simple, arcaica ni preestatal; es principalmente otra forma de organizar la vida social y política que cuestiona y tensa al Estado-nación, y que se le escapa en más de un sentido, pero no necesariamente se confronta con él.
En efecto, muchas de las lógicas y prácticas estatales penetran en el espacio comunitario de diferentes maneras. La comunidad tiene la posibilidad de tomar unas y prescindir de otras, pero, sobre todo, puede permanecer en los márgenes y construir alternativas diferentes desde allí; alternativas no necesariamente antiestatales pero sí diferentes del inventario gubernamental. Quizás uno de los rasgos más interesantes de estas experiencias es la diversidad de estrategias resistentes que las comunidades son capaces de desplegar, desde la lucha legal hasta las resistencias armadas, pasando por diferentes formas de presión, negociación y movilización.
Precisamente por su colocación desde los márgenes, la lucha comunitaria evita los espacios de mayor potencia del Estado, como lo partidario o lo electoral, tanto en su versión nacional como local. Prefiere, en cambio los espacios de indefinición, como la defensa de una multiculturalidad reconocida formalmente pero nunca precisada o la protección de un territorio —que es mucho más que una parcela de tierra—, y que el Estado no puede o no quiere defender. Son espacios de ambivalencia, que permanecen en pugna. También elige aquellos otros que se colocan definitivamente fuera del área de influencia gubernamental, como la defensa del sistema de usos y costumbres que resulta por completo incomprensible para las instituciones pretendidamente modernas.
Si bien el Estado neoliberal no cesa de intentar capturar la organización comunitaria bajo sus procedimientos e instituciones, las resistencias comunitarias tampoco cesan de reconstituirse y la memoria es uno de sus recursos principales. Vuelven una y otra vez a comenzar retomando viejas prácticas —prehispánicas, coloniales, modernas— y ensayando otras nuevas, replicando, mutando y reorganizándose. En algunos casos son híbridas y en otros no, “chejes”, al decir de Rivera Cusicanqui, armando una trama que reconoce hilos diferentes, sin perder la particularidad de cada uno de ellos.5 Esto es lo que hemos visto en los últimos 20 años en relación con todas las resistencias indígenas, incluido el zapatismo.
Pero la globalización neoliberal menosprecia lo pequeño —aunque es probable que justamente de allí provenga su ruina. Oscila entre perseguirlo e ignorarlo, y cuando ya tiene listo el certificado de defunción de estas resistencias, ellas continúan moviéndose. No pretendo aquí idealizarlas en una suerte de exitismo estúpido; sólo quiero señalar que es parte del ejercicio del poder decretar la desaparición de toda alternativa a su dominio, y es parte de las resistencias desmentir semejante relato.
Las construcciones comunitarias son específicas. No tienen ni pretenden tener validez de carácter universal; no tratan de “exportar” un determinado modelo, como bien lo ha señalado el zapatismo. Sin embargo nos recuerdan, a todos, que la resistencia es posible y que otras formas de organización de lo social y lo político también.
Nos conminan a pensar de manera diferente, a la vez que reconocen la legitimidad y validez de otras luchas y la posibilidad de articularse con ellas, como se vio en el movimiento por Ayotzinapa. Allí cada una de las modalidades de la resistencia encontró formas de participación que se interconectaron sin fusionarse, manteniendo sus propias reivindicaciones, formas organizativas y peculiaridades de acción.