La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3. Arturo Martínez Nateras
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A principios del siglo xxi seguimos padeciendo una herencia histórica de soberbia, salvacionismo mesiánico, demagogia jactanciosa, semejantes en izquierdas y derechas. También la izquierda apoya y ha apoyado a los indígenas; ha avalado, como el gobierno, iniciativas de la antropología más progresista: después de todo, no importa, es un lujo que se pueden dar. Ocuparse de ellos, o eliminarlos, da lo mismo. La indiferencia y la vergüenza son compartidos por gobiernos, izquierdas, maestros, individuos, leyes, por los indios mismos. Se trata cuando mucho de repetir gestos, no de ejercer justicia. Y de curar en salud la mala conciencia. Los indios nunca serán una amenaza al sistema. Las lenguas y las culturas, institucionalmente, se respetan, rescatan, admiran, denigran; desaparecen, se conservan, por decreto, pareciera, y no porque sus hablantes las mantienen vigentes, fluidas, en marcha.
Por otra parte, la multiculturalidad nunca es universal, recae solamente sobre los indígenas. A diferencia de ellos, los no indígenas nunca han recibido una educación multicultural ni han sido sometidos a las presiones que se padecen en las aulas indígenas. Las políticas oficiales, legislación e iniciativas que favorecen la multiculturalidad educativa, editorial o informativa entre los hablantes del español son pocas, superficiales, históricas e idílicas, o de tinte folclorizante y mediático. Los medios, a su vez, son franca y mayoritariamente racistas: ensalzan modelos contrarios a los indígenas y hacen sorna de las diferencias hasta inculcar el ridículo en el seno mismo de sus víctimas. La educación no indígena tampoco ha cumplido su tarea. En consecuencia, uno de los polos debe luchar, a contracorriente, para terminar con la inequidad que padece, con las armas del contrario. Y este polo es el más débil y vulnerable.
La solución al problema no se ha dado en 500 años; los decretos verticales sólo podrán revertirse con decisiones, medidas y participación horizontales que enriquecerían no sólo la propuesta indígena sino el modelo educativo y editorial de todos los mexicanos. La igualdad ciudadana homologa en un sistema perverso: los indios son consumidores y productores en el último escalón de una economía dañada, dependiente y sometida a niveles domésticos y en el ámbito internacional; usuarios de la educación y programas más rezagados, sin opción histórica para determinar sus contenidos. La lucha por el reconocimiento de la diferencia es considerada por los políticos y las izquierdas recalcitrantes como un retroceso. Así es como los indígenas deben llegar, tarde y pobres, a un neoliberalismo mercenario para participar de la democracia, inexistente.
Picar piedra, subir cuestas. Los niños que escribieron Hacedores en Guerrero y pudieron continuar su educación, tras haber sido la mejor generación de instructores en su lengua, por haberla vivido en carne propia, van a estudiar con dos años de servicio y de experiencia acumulada a la upn de Ometepec o la Normal de Ayotzinapa. Los hacedores de Hacedores, conscientes y pensantes, alegan, luchan, marchan, son secuestrados, mueren: se les roba el rostro, se les tira, desollados a la orilla de la carretera.
Toda propuesta que represente alguna esperanza será cooptada, ingerida por un monstruo omnívoro, incorporada a la gula de los dirigentes, la demagogia o, en el mejor de los casos, considerada como folclore. Guelaguetza generalizada, bajo techo y con estacionamiento, con el beneplácito de propios y ajenos.
—¿Moriremos sin ver?— pregunté un día al Comandante Moisés. —De morir, moriremos, es para la chiquitillada que trabajamos.
Chiquitillada que nos matan, o se convierte, en otros lugares, en usuaria de tablets y aprendiz de inglés obligatorio —útil sobre todo para los niños mixtecos que ordeñan amapola o migran a San Quintín—, en escuelas donde el agua escurre y los niños chapalean en el piso de lodo para resguardar sus libros de la lluvia.
Archipiélagos comunitarios
y movimientos sociales de resistencia
Pilar Calveiro
Gilles Deleuze afirmaba que la macropolítica de la seguridad se corresponde con la micropolítica del miedo. “La administración de una gran seguridad molar organizada tiene como correlato toda una microgestión de pequeños miedos, toda una inseguridad molecular permanente”.1 Y justamente en un país en el que desde hace más de diez años vivimos bombardeados por el discurso y las prácticas de la seguridad, no puede extrañarnos la presencia cada vez más consistente de micropolíticas del miedo e incluso del terror. ¿En qué consistiría este deslizamiento del miedo al terror?
Toda violencia genera miedo pero las violencias extraordinarias por su modalidad, masivas por su extensión e indiscriminadas por la población sobre la que hacen blanco, generan terror, y el efecto principal del terror es paralizar. Prácticas de este tipo se están desarrollando en el momento actual, no en todo el territorio ni sobre toda la población mexicana sino sobre sectores específicos. Esa violencia brutal se desata principalmente sobre la población de ciertas zonas del país que se encuentran en disputa por su importancia económica, como los corredores de droga de Guerrero; o bien sobre quienes, por su actividad social o política, pueden entorpecer las formas actuales de acumulación económica y de concentración del poder, como los defensores de derechos humanos o los periodistas que denuncian la colusión de las autoridades con el crimen. Son micropolíticas del terror porque se despliegan en los espacios locales y desde los bordes de las instituciones; sólo en este sentido son micro, puesto que se trata de violencias extraordinarias y, por lo mismo, aterrorizantes. En este mismo escenario, de un terror discriminado y localizado, las políticas del miedo —de alguna forma más laxas— se han constituido en un recurso político de control poblacional, en términos más generales; son el trasfondo temeroso sobre el que aparecen los hechos de excepción, ésos sí, aterrorizantes.
No hace falta describir el panorama actual de México, por todos conocido, que, desde la llamada guerra contra el crimen, conjuga más de cien mil asesinatos intencionales, más de 30 mil desapariciones, muchas de ellas con participación del Estado, miles de feminicidios, asesinatos de periodistas y estudiantes, y el uso sistemático de la tortura, denunciados por organismos nacionales e internacionales. No se trata de un asunto del pasado; en noviembre de 2017 la prensa publicó que ese año había sido el más sangriento y el mes de octubre el más violento de los últimos 20 años.2 Todas estas atrocidades, practicadas por agentes estatales o privados en los 11 años recientes son más que suficientes para reconocer la existencia de una violencia que sobrepasa en mucho la que de por sí existe en cualquier sociedad capitalista. Se trata indudablemente de un conjunto de violencias de carácter excepcional, tanto por su intensidad como por su extensión, que instalan el peligro en la vida cotidiana, rompen dinámicas y redes sociales previamente existentes hasta hacer peligrar la continuidad misma de comunidades y grupos sociales. Son violencias de las que esta sociedad no tenía registro previo, que no estaban en el “inventario” de lo posible, al decir de Veena Das,3 y que, por lo mismo, son de difícil comprensión. Parecen “locas” y, aunque no lo son en el sentido de que obedecen a ciertas racionalidades, es cierto que, de alguna manera, enloquecen, por el hecho de trastocar y alterar los sentidos vigentes. Provocan, por lo tanto, una especie de estado de shock social, que impide entender y dificulta el paso a la acción; son violencias que retraen y aíslan, propiciando la inmovilidad. Se inscriben en la sociedad y en los sujetos y tienen efectos de larga duración. Podemos afirmar que lo que está ocurriendo hoy en México se graba en el cuerpo social y en su memoria como una cicatriz que permanece más allá de los acontecimientos, reclamando justicia.