Covid-19 y derechos humanos. Группа авторов

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dimensiones que lejos están de ser externas a la cuestión económica, pero que sin embargo configuran, limitan, desplazan y reorientan los flujos y el funcionamiento de la economía.

      Así las cosas, se ponen de relieve algunas de las características fundamentales de las desigualdades en las sociedades contemporáneas. En primer lugar, que las desigualdades son plurales, multiformes: atraviesan las distintas dimensiones de las vidas humanas y de los territorios. Asimismo, esta multidimensionalidad está articulada: las distintas aristas de la desigualdad se agregan y potencian unas a otras, materia que los estudios de interseccionalidad y de acumulación de desventajas vienen abordando desde hace tiempo.

      En segundo lugar, las desigualdades son pertinaces: en cada coyuntura de crisis de algún tipo –económicas, políticas, ecológicas y/o sanitarias–, ciertas desigualdades estarán siempre en un primer plano, como aquellas correspondientes a las dimensiones de ingreso y de clase social. Mientras tanto, otras dimensiones menos visibles o menos problematizadas hasta ese momento cobrarán renovada importancia como determinantes o condicionantes sociales activos, en la medida en que permiten explorar y explicar buena parte del sufrimiento social desencadenado por cada situación de crisis.

      En tercer lugar, algunas de sus dimensiones, que parecían relativamente enmendadas y daban lugar a cierto optimismo, vuelven a ocupar un lugar central en el debate público y la agenda política, en la medida en que el contexto las muestra nuevamente relevantes por sus consecuencias.

      La totalidad de estos procesos evidencia la complejidad de la trama social de las desigualdades y su transversalidad a todas las dimensiones de la vida humana. La pandemia como un hecho social total y global, en cuanto afecta a escala planetaria todos los aspectos de la vida social, constituye un momento histórico en el que las citadas características de la desigualdad se manifiestan con gran virulencia. En este capítulo nos interesa centrarnos en tres dimensiones de la desigualdad en la Argentina en el contexto de la actual pandemia, que corresponden a los tres tipos recién nombrados, a saber: las desigualdades de ingresos y en el mercado de trabajo, perdurables y siempre problematizadas, pero cuya discusión adquiere o refuerza ciertos matices, en particular ligados a la riqueza. En segundo lugar, las desigualdades espaciales, cuya multidimensionalidad y complejidad se despliega en forma radical en esta pandemia. Por último, las desigualdades en términos de conectividad, sobre las cuales existía –y con ciertos fundamentos– un aire de optimismo y un clima de superación, en particular en contraposición a diagnósticos agoreros que pregonaban la profundización de la “brecha digital” entre las clases hace poco más de una década.

      Derecho al ingreso y al trabajo de calidad

      Un reciente informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) ha señalado que el contexto latinoamericano de bajo crecimiento de PBI, alta desigualdad y vulnerabilidad económica, junto a una alta proporción de empleo informal sobre la población ocupada, constituye un marco crítico para el impacto de la pandemia en la dinámica de las sociedades latinoamericanas. Para la región, la Cepal (2020) proyecta un crecimiento de 4,4 puntos porcentuales de la pobreza, como también de 2,6 puntos porcentuales de la población en situación de pobreza extrema en América Latina: un proceso que implica un retroceso de trece años. Entre los países del Cono Sur, la Argentina es el país con mayor crecimiento proyectado de la pobreza para 2020. Las estimaciones resultan también preocupantes con relación a la evolución del índice de Gini en la región, sobre todo para las economías más grandes del continente (Argentina, Brasil y México). Y si en 2019 el 77% de la población latinoamericana se encontraba en situación de vulnerabilidad económica, el contexto de la pandemia no puede sino empeorar este estado.

      Existe cierto consenso con relación a que el empleo informal es un engranaje fundamental del proceso: funciona como correa de transmisión de ingresos bajos, pero también muy vulnerables en situaciones de crisis, además de poseer un escaso o nulo acceso a la seguridad social. Como corolario, este círculo vicioso, característico de la configuración de la desigualdad social en América Latina (Pérez Sáinz, 2016, 2019), presiona la sostenibilidad financiera de los sistemas de seguridad social de la región (por la falta de aportes del trabajo no registrado), y esto tendería a empeorar en las sociedades pospandemia (Cepal, 2020).

      Un reciente informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2020), por ejemplo, señala que los últimos datos oficiales disponibles para la Argentina arrojan 36% de trabajadoras y trabajadores informales (que, por su parte, no contabilizan asalariadas y asalariados en condiciones de precariedad laboral, como tampoco autónomas y autónomos no profesionales). Por otra parte, el alto volumen del sector informal urbano plantea restricciones en el alcance y la efectividad de medidas gubernamentales, como la suspensión de los despidos –que, por su parte, solo afectaría a los empleos registrados, es decir, a apenas la mitad de la fuerza de trabajo ocupada en el país (Beccaria y Maurizio, 2020)–.

      El mismo informe recupera proyecciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre la base de escenarios posibles de caída del PBI y calcula la pérdida de entre 750.000 y 850.000 empleos en la Argentina durante 2020. A partir de los datos de la Encuesta de Indicadores Laborales del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación, sostienen que la caída interanual de empleos registrados en marzo y abril de 2020 es equivalente a la de 2002, en plena crisis de la convertibilidad. Otras estimaciones preliminares a nivel local señalan que cerca del 40% de los ocupados enfrenta riesgos de perder sus empleos o de no poder trabajar en el contexto del aislamiento social, preventivo y obligatorio, y que cerca del 40% de los hogares en la Argentina cuenta con al menos una trabajadora o un trabajador en riesgo de ver afectada su inserción laboral (Beccaria y Maurizio, 2020).

      A esto se suma que existe un tradicional mecanismo de ajuste contracíclico en contextos de caída del empleo en América Latina: el empleo autónomo no calificado. Esto se observa en períodos de crisis como los de 2008-2009 o 2018-2019, en los que creció la proporción de trabajadoras y trabajadores autónomos en detrimento de asalariadas y asalariados registrados. Esta estrategia desaparece o se debilita en la presente coyuntura, agravando aún más la situación de muchas familias.

      Luis Beccaria y Roxana Maurizio (2020) construyen un escenario de pérdida de ingresos para el segmento de trabajadoras y trabajadores por cuenta propia no profesional y señalan que implicaría una pérdida del 50% de los ingresos totales en las familias afectadas, dejando alrededor del 71% de estas en condición de pobreza (con un punto de partida prepandemia del 40%).

      Ante este contexto crítico, muchos de los Estados de la región intervinieron rápidamente apoyándose en la experiencia de amplios y potentes dispositivos de transferencia de ingresos, activando una poderosa trayectoria de los gobiernos latinoamericanos durante el período posneoliberal. Como sostienen Gabriela Benza y Gabriel Kessler (2020), los gobiernos del “giro posneoliberal” se caracterizaron más por un consenso en torno a la intervención orientada a reducir las formas más extremas de exclusión social que por producir transformaciones estructurales de las desigualdades de clase, género y etnicidad. En esta clave, las transferencias condicionadas de ingresos, tanto como las pensiones no contributivas, constituyeron una de las políticas públicas más relevantes del siglo XXI en la región. Programas como la Asignación Universal por Hijo (AUH) en la Argentina, Bolsa Familia en Brasil, Familias en Acción en Colombia y Oportunidades en México, todos presentan coberturas poblacionales superiores al 20%, además de significar pesos presupuestarios muy bajos (inferiores al 0,5% del PBI). Para 2013 América Latina presenta una cobertura de casi un cuarto de su población con estos programas (cerca de 135 millones de personas), con costos muy por debajo del 1% del PBI de la región (Robles, Rubio y Stampini, 2015: tabla A2).

      Sin dudas, esta importante experiencia política sirvió de repertorio para la intervención en la actual crisis, tanto por medio del refuerzo de fondos y montos de los programas existentes (como las partidas especiales para jubilaciones mínimas y AUH) como en la creación de nuevos y amplios programas (como el Ingreso Familiar de Emergencia

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