Covid-19 y derechos humanos. Группа авторов

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la situación socioeconómica de las familias más vulnerables de la población. Sin la trayectoria de los gobiernos posneoliberales y su experiencia histórica es impensable el relativo consenso en torno a esta cuestión, es decir, que resulte inadmisible que haya población sin algún tipo de ingreso, situación que afectaba a millones de habitantes de la región a comienzos del nuevo milenio. De este modo, el acceso al ingreso se ha transformado, de hecho, en un derecho de las sociedades latinoamericanas, aunque no siempre existan los mecanismos legales para asegurar su continuidad y/o actualización de montos.

      En el caso argentino, según una encuesta de Unicef (2020), el 35% de los hogares en la Argentina fueron beneficiarios de algunos de los programas de transferencia de ingresos generados en el contexto de pandemia de Covid-19, alcanzando a poco menos de 9,5 millones de habitantes. De acuerdo con la estimación de Beccaria y Maurizio (2020), el monto del IFE cubriría entre 50% y 60% de la pérdida promedio de ingresos familiares en el actual contexto.

      Por otra parte, el informe de la Cepal (2020) recomienda la necesidad de sostener los programas de transferencia por al menos seis meses para evitar el advenimiento de una nueva “década perdida”, haciendo referencia al estancamiento económico y aumento de la pobreza de los años 80. Sin embargo, las iniciativas gubernamentales no estuvieron exentas de tensiones. La irrupción de la pandemia no hizo sino activar una estructura de conflictividades políticas acumulada y cristalizada por varios años. Una de las primeras disputas que se activaron en el último tiempo fueron las referentes al financiamiento de este conjunto de políticas (y del Estado en general). La instalación en agenda de la intervención estatal en la empresa Vicentin tanto como los rumores sobre un proyecto de ley de impuesto a las grandes fortunas han catalizado los debates sobre la cuestión, aunque de manera restringida. En línea con nuestro argumento inicial, los principales obstáculos y limitaciones en torno a la gestión de la crisis se asientan en desigualdades estructurales, uno de cuyos factores fundamentales es la persistencia de un sistema impositivo regresivo con bajo impacto redistributivo en la región. En América Latina el peso de los impuestos indirectos (IVA) es particularmente alto, y cae fundamentalmente sobre los salarios (Oxfam, 2015; Benza y Kessler, 2020).

      Probablemente el nuevo contexto sea un marco ideal para la politización del debate fiscal en el país y la región, pero el resultado de esta disputa parece aún abierto e indefinido. En efecto, es muy probable que la resistencia de los sectores más pudientes en un contexto de crisis sea aún más fuerte que en el pasado reciente.

      Si bien es claro que la distribución individual del ingreso en la Argentina viene mostrando una dinámica regresiva en el último tiempo (y los datos oficiales muestran que en el primer trimestre de 2020 el índice volvió a ascender sobre los valores del último trimestre de 2019), poco se ha explorado lo que sucederá con la distribución funcional del ingreso, esto es, la asignación de renta a los factores capital y trabajo, que intervienen en la producción. En esta línea es relevante señalar que el Estado también dispuso de dispositivos y medidas de soporte y ayuda para empresarias y empresarios (Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción), fundamentalmente a partir del otorgamiento de créditos a tasas cero, de la suspensión de contribuciones y de la absorción de parte del pago de los salarios. Teniendo en cuenta que en muchos casos la variable de ajuste de la actual crisis es el salario, corremos el riesgo de asistir a una redistribución regresiva también en términos funcionales.

      Por lo demás, se generaron una serie de problemas con relación a la gestión de la provisión del dinero y su uso efectivo. Con la creación del IFE en la Argentina, el Estado Nacional inyectó una importante cantidad de dinero en la población, sobre todo entre ciudadanas y ciudadanos sin ingresos formales. Sin embargo, pueblos y ciudades pequeñas quedaron aislados durante la cuarentena, sin poseer cajeros con fondos disponibles para hacer uso de los recursos económicos que el Estado había puesto a disposición. La tarjeta de asistencia alimentaria Alimentar también presentó dificultades, fundamentalmente asociadas a la aceptación de este medio de pago por parte de los negocios “de cercanía” (ONU, 2020), muchos de los cuales habían ya remarcado precios de bienes de consumo básico durante los primeros días de cuarentena. Los mismos problemas operacionales han sido señalados por la Cepal (2020), junto a la necesidad de explorar medidas alternativas como habilitar pagos por celular, entrega de dinero en efectivo o disponer de cajeros móviles en el territorio.

      En la misma dirección, el cierre de espacios, como ferias o mercados populares, generó un problema de logística para los productos de la economía popular, cuyos bienes eran aún más demandados que en el contexto prepandemia, pero su estructura distributiva no permitía llevarlos hasta los comercios de cercanía ni mucho menos a los consumidores, sosteniendo medidas sanitarias mínimas (Mincyt, 2020). Nuevamente, el devenir de las estrategias y los relacionamientos durante la pandemia se apoyan en dinámicas y configuraciones previas. Entre ellas, la formalidad del empleo y el acceso a servicios bancarios y financieros condicionaron las posibilidades y estrategias de consumo y aprovisionamiento de las familias en el nuevo contexto.

      Derechos, espacio y territorio

      El principal accionar del Estado para contener el contagio ha estado concentrado en el territorio, en particular a partir del despliegue de fuerzas de seguridad y de acción social. La dimensión espacial mostró toda su complejidad y centralidad en esta pandemia. El distanciamiento ha implicado la estrategia nodal de prevención en nuestro país. Este tipo de regulación puso sobre el tapete las posibilidades estructurales de cumplimentación de las directivas oficiales. Las desigualdades espaciales también se manifestaron en la cercanía o la lejanía de los servicios públicos o privados (de salud, pero también de comercio, bancarios, de seguridad, etc.). Los datos del Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap) resultan significativos en este sentido: 9 de cada 10 hogares en barrios populares no cuentan con conexión a agua corriente ni gas natural, ni poseen red cloacal instalada. Asimismo, 6 de cada 10 hogares en estos barrios, de hecho, ni siquiera cuenta con conexión a red eléctrica (Unicef, 2020).

      Al mismo tiempo, adquiere centralidad la dimensión cultural de la gestión de la distancia entre los cuerpos, en el campo de estudio de la proxemia, un tema escasamente abordado en forma sistemática. Nuestras concepciones de la movilidad se ven también interpeladas. Como sugiere Ramiro Segura (e/p), la pandemia muestra el alcance de la interconexión entre individuos, que desafía algunas imágenes estereotipadas sobre la segregación total. El hecho de que el virus circule entre clases sociales o posiciones alejadas de la estructura social muestra cuán interconectados están los grupos sociales por relaciones de trabajo y de consumo. Esto no desmiente las ideas de segregación socioespacial, pero sí su definición como una ausencia de movilidades y contactos.

      Las fuerzas de seguridad en general y la policía en particular han significado probablemente los agentes estatales con mayor presencia en la gestión pública de la crisis desatada por la pandemia. Su presencia desigual, tanto en volumen como en modalidades y prácticas de intervención en el territorio y entre las personas, ha desatado, a su vez, tensiones y problemáticas nuevas. Mientras que, en muchos barrios, durante las primeras semanas de aislamiento social se instaló la demanda de mayor presencia policial para garantizar el cumplimiento, control y castigo en torno a la cuarentena, también se multiplicaron las denuncias de abusos policiales y ejercicio de violencia institucional, con los habitantes de barrios populares (muy particularmente los jóvenes) como víctimas habituales (Mincyt, 2020).

      Dos tensiones más se estructuraron en torno a la dimensión espacial. La primera en lo que podemos denominar “espacio doméstico”. El hacinamiento crítico y las deficiencias habitacionales de gran parte de las familias que habitan los barrios populares en el país hicieron que la consigna “quedate en casa” entrara en crisis en muchos territorios en los cuales la pauta habitual de sociabilidad hace de la calle y el espacio público una suerte de anexo de la vivienda. A esto se suma el impacto de la situación de cuarentena (y, particularmente, de la suspensión de la asistencia de niñas, niños y adolescentes a las escuelas) sobre la organización de la economía de cuidados asentada en la desigualdad

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