Aproximación histórica a la relación de la masonería . José Eduardo Rueda Enciso

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Aproximación histórica a la relación de la masonería  - José Eduardo Rueda Enciso Ciencias Humanas

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los presbíteros, y principalmente la de los obispos, que la distribuían entre los pobres”.8 Rápidamente, la Iglesia amasó una gran fortuna, representada en bienes raíces, pues a la caridad se la consideró una virtud y las limosnas cada vez fueron más jugosas. Se fundaron asilos para los esclavos, hospicios y hospitales para los enfermos, los desvalidos y los peregrinos.

      A partir del siglo IV, los cristianos han sido los grandes sostenedores de la caridad,9 siendo España uno de los países en donde su ejercicio ha sido permanente, ya que se encontraba bajo la dominación de los godos, lo que permitió la fundación de establecimientos de beneficencia y la consolidación del ejercicio de la caridad. Emergieron las primeras comunidades religiosas, especialmente los monjes de la regla de San Benito, cuyos monasterios prestaban, al mismo tiempo, los caritativos y útiles servicios de enseñanza a los pobres.10

      Sin embargo, a partir de la invasión mahometana, la caridad y la beneficencia se replegaron un tanto, pues la caridad no era una virtud de los seguidores de Mahoma.11 Los obispos, monjes y nobles se refugiaron en las montañas de Asturias, en donde la caridad y la beneficencia se ejercieron en gran escala, se fundaron cien monasterios que tenían el carácter de hospitalarios.12

      Durante los siete siglos que duró la Reconquista, la caridad y la beneficencia se convirtieron en una estrategia de fortalecimiento de lo hispano frente a lo moro, dado que a medida que se recuperaba un territorio a los mahometanos se fundaron, más como una iniciativa privada, individual, que pública o estatal, congregaciones religiosas y establecimientos benéficos y socorro de los pobres, en lo que contribuyeron los reyes, la nobleza y las municipalidades. El número y monto de las donaciones fue muy superior a la demanda.13

      En la Edad Media, en los tiempos de las cruzadas, fue cuando la caridad y la beneficencia tomaron caracteres diferentes: la primera, privada y muy influenciada por la Iglesia católica; la segunda, pública y eminentemente estatal. Es así como en España aparecieron las órdenes militares y surgieron las órdenes mendicantes; el carácter de las últimas fue la dedicación a la caridad, vivían y subsistían de la limosna que recogían, no para sí, sino para los pobres; se entendían con todas las clases de la sociedad, tuvieron por principal protector al pueblo, a cuyo auxilio se debió el que el suelo español se cubriese de comunidades regulares. Sus claustros eran accesibles a los individuos de las clases más íntimas de la sociedad, y en ellos eran educados gratuitamente, llegando a ser hombres respetados y de gran influencia.14

      No obstante, con el tiempo, el inicial espíritu caritativo se fue transformando, la correcta administración de los establecimientos benéficos se relajó mucho; la limosna dada por los conventos a todo el que la reclamara fomentó la vagancia generalizada. Situaciones que se evidenciaron a finales del siglo XVIII. A partir de la desamortización de bienes de la Iglesia, durante la segunda década del siglo XIX, la caridad cristiana se transformó, el Estado comenzó a intervenir en la formulación de políticas reguladoras, convirtiéndola en uno de sus intereses, se fortaleció la beneficencia.15

      Así, la inspiración de la caridad es religiosa, se la considera como un deber religioso, como un compromiso moral en busca del progreso social; es una solución para las amenazas de los problemas sociales y las desarmonías, como también un medio para ganar estatus social. Es así como, desde sus orígenes, se consideró que “cada hombre tenía el deber como cristiano de socorrer a su prójimo menesteroso; pero estos mismos hombres reunidos no se creían en la propia obligación; el Estado no reconocía en ningún ciudadano el derecho de pedirles socorro en sus males supremos. Los desvalidos acudían al altar; no era de la incumbencia del trono el consolarlos”.16

      La caridad es intervencionista, fue así como, en la segunda mitad del siglo XIX colombiano, fue asumida por el Partido Conservador, en alianza y subordinación con la Iglesia católica.17 Por lo general, se agruparon en asociaciones católicas que se ornaban con una parafernalia que claramente puso de manifiesto su ideal de una república confesional.18

      La caridad, al igual que la asistencia, la pobreza, etc., ha tenido cambios históricos en su concepción, especialmente a partir del siglo XVIII, pues con el advenimiento de la Ilustración y el despotismo ilustrado se comenzó a tener en cuenta la calidad del pobre, y la caridad, como entonces era concebida por la Iglesia católica, comenzó a ser objeto de duras críticas, ya que se la consideró como la causa principal del fomento de la mendicidad, al garantizar el sustento de los pobres.19

      Tanto la caridad como la beneficencia fueron actividades concebidas y ejercidas de manera separada. Sin embargo, siempre estuvo presente un desafío: el enlazarlas, en ponerlas en armonía. El punto estuvo en que el Estado, aislándose de la caridad privada, no podía auxiliar debidamente ni el cuerpo del menesteroso ni su alma, por lo que, muy a su pesar, la Iglesia católica terminó por modernizarse y recurrió a los mismos dispositivos culturales del mundo moderno: la prensa, la asociación, la escuela. Organizó una eficaz red de agentes que le garantizó la puesta en marcha de un activismo social concentrado en el frente de la caridad,20 en el que tuvo esencial papel el contacto directo con los pobres, promovido principalmente, para el caso del territorio colombiano, después de 1857 con la erección de la Sociedad de San Vicente de Paúl, convirtiéndose en modelo de control y proselitismo religioso que logró resultados palpables en el momento de hacer los balances de gestión.21

      A partir del siglo XIII, con el advenimiento de la Edad Moderna, paulatinamente las funciones que cumplía la Iglesia comenzaron a ser asumidas por el Estado o por las iniciativas privadas amparadas por los poderes públicos,22 lo que dio inicio a una asistencia diferente a la que hasta entonces había ejercido la Iglesia, que tomó y resignificó el concepto de beneficencia.23

      En sus comienzos, en Occidente, a la beneficencia se la concibió, en primer lugar, como un sentimiento, innato en el hombre;24 en segundo lugar, como la virtud de hacer bien, en la que intervenían dos elementos, uno material, otro moral. Se la confundió con la religión, ya que para echar a andar una fundación benéfica se acudía al obispo, y principalmente al pontífice, pues este era considerado como el jefe de la Iglesia; los reyes mismos acudían a él a fin de que los autorizase para fundar un establecimiento de beneficencia en sus propios Estados.25

      En general, durante el Antiguo Régimen se mantuvo el concepto tradicional de beneficencia como ejercicio de caridad cristiana ejercida por los particulares, de ahí el apelativo de caridad o misericordia aplicado a los hospitales.26 En la modernidad, a la beneficencia se la trató de separar de la Iglesia, se convirtió en compasión oficial, estatal o pública, se la consideró como amparo al desvalido, con un sentido de orden y justicia;27 por lo que, para cumplir este objetivo, se crearon diversas instituciones: casas, fundaciones, mandas, establecimientos y demás institutos benéficos, y los servicios gubernativos referentes a ellos, a sus fines y a los haberes y derechos que les pertenecen; intervienen en ella el que hace el beneficio y el que lo recibe.28 De tal forma que el reto, a la hora de organizar la beneficencia, es que esta logre “buscar ese algo bueno que tienen hasta los más malos”.29

      En los países de ideologías liberales y gobiernos democráticos, además del esfuerzo por separar a la Iglesia del Estado, ha existido un continuo forcejeo para definir las esferas de responsabilidad pública y privada.30 Es así como, a partir de finales del siglo XVIII, con el advenimiento del Nuevo Régimen, y el emerger del liberalismo que, en contraste con su caracterizado individualismo y con uno de sus principios esenciales: el de la mínima intervención del Estado, se caracterizó a la beneficencia como una obligación moral de carácter colectivo, y se consideró que en materia de beneficencia la función básica del Estado era organizar, lo que implicó crear instituciones jurídicas, organizar y controlar los recursos privados, colaborar en la creación de los establecimientos y garantizar una estabilidad en el cometido de socorro que la iniciativa privada por ella misma no podía garantizar.31

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