El golpe de Estado más largo. Gonzalo Varela Petito
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En 1970 Pacheco Areco en dos oportunidades dictó decretos prohibiendo el nombramiento de funcionarios en toda la administración [pública] salvo los municipios que eran autónomos y por allí se produjeron los hechos […] 556 fueron los engañados —algunos quizá estafados— en otros tantos nombramientos inexistentes. No había ítems presupuestales, no había rubros y tampoco creaciones. Los 556 sencillamente no ‘existían’. […] muchos […] quizá 200, 250 o 300 estaban en comisión o “desafectados” y ello motivaba un cierto alivio en los que concurrían religiosamente ya que ni siquiera sillas había y en un semisótano de 4 x 4 [metros] se llegaron a contar 19 personas. […] Ya estallado el infernal escándalo […] comienza una segunda etapa […] 556 personas que habían renunciado a [otros] trabajos y empleos se dan cuenta […] que ni siquiera eran empleados, sencillamente no existían en la junta. Con verdadera angustia, con desesperación van de Herodes a Pilatos.48
IV. Injerencia
Muchos ilícitos se habían fraguado en menos de dos años, de 1970 a 1972, bajo la presidencia de los antiguos ediles Edegar Guedes y Carmelo Cabrera Giordano —diputados a partir de febrero de 1972— y continuaban bajo el nuevo presidente Guariglia. Guedes era pachequista de la lista 123, mientras que Guariglia y Cabrera Giordano pertenecían a la lista 515 del exquincista Glauco Segovia, quien se había sumado primero a la candidatura presidencial de Oscar D. Gestido (quien lo obligó a renunciar en 1967 a la Intendencia Municipal de Montevideo bajo sospecha de corrupción) y posteriormente a Pacheco. A este le hizo el servicio de “destapar” a Bordaberry como candidato presidencial sustituto de la unr, por si el electorado (como sucedió) no aprobaba la reelección de Pacheco. Guariglia, a pedido de la Junta renunció y solicitó licencia de su puesto de edil para comparecer ante el juez de instrucción. El Poder Ejecutivo remitió los antecedentes investigados por el Tribunal de Cuentas a la Fiscalía de Corte, que dictaminó que los actos podían ser penales. Muchos, rayanos en la caricatura, no eran graves pero tampoco menores. Sumaban un gran derroche de fondos en un país en crisis, nutrían el cansancio y el escepticismo populares, las críticas de la izquierda y la campaña antipolítica de los militares.49
El asunto atraía a las Fuerzas Armadas, autoinstituidas en censoras de la moral pública. Un poco antes, el 11 de enero, un comunicado de la Junta de Comandantes en Jefe (jcj) había expresado el afán de ampliar su radio de acción, afirmando que las “aptitudes de moral, honestidad, responsabilidad, capacidad profesional y/o técnica […] unidas al alto espíritu de sacrificio personal” de sus oficiales los hacían “preferentemente elegibles” para los directorios de los entes del Estado; no obstante reconocer que se trataba de “funciones ajenas a sus cometidos específicos”. Rechazaba “cualquier reparto o cuota de carácter político [partidario]”. El 19 de enero, mientras los integrantes del Acuerdo Nacional presionaban por puestos en los entes autónomos y descentralizados, los comandantes en jefe de las tres ff. aa. se entrevistaron con Bordaberry, para manifestarle que más de la mitad de los candidatos que se proponían eran inaceptables dados sus mezquinos intereses, vínculos con los poderes económicos o presunta corrupción. Expresaron también “malestar” (un término al que acudirían con frecuencia) por las irregularidades de la Junta Departamental y desacuerdo con los nombramientos en el Conae. Pero su mayor preocupación era el proceso inflacionario. En consecuencia habrían demandado: 1) investigar los organismos públicos sospechosos de corrupción, que podría “aumentar el descreimiento y motivar la subversión”; 2) “contralor permanente” de las ff. aa. sobre decisiones económicas de trascendencia, incluidas las posibles reformas agraria y del sistema bancario; 3) rápida provisión de los entes públicos con personas morales y de competencia para el cargo; 4) revisión del Acuerdo Nacional, y 5) política gubernamental coherente (dando a entender que la que se seguía no lo era). También pedían alejar del equipo de asesores del presidente al influyente ruralista hacendado e industrial Juan José Gari y a “un alto funcionario del Poder Ejecutivo”, probablemene el secretario de la presidencia —y miembro de Unidad y Reforma— Luis Barrios Tassano.50
Una nueva declaración de los tres jerarcas castrenses el día 24, relativa a la jdm, acusó de ineficiencia al Tribunal de Cuentas. Este —con una firmeza que se estaba volviendo escasa cuando con militares se trataba— respondió que desde 1971 venía observando dichas irregularidades y que cumplía sus obligaciones sin “aceptar tutorías que no son procedentes”. En sus investigaciones el Tribunal había descubierto que algunos de sus propios funcionarios destacados en la Junta recibían gratificaciones o hasta habían sido contratados por el organismo municipal. Pero alegaba que no le correspondía fiscalizar la formulación de los presupuestos, sino solo la legalidad en el ejercicio de los rubros aprobados; sancionar a los responsables de continuar con los pagos observados quedaba fuera de su competencia, fijada en el artículo 211-B de la Constitución. El diario Ahora señaló sin embargo la “grave omisión” del TC al no comunicar a la Asamblea General —como dispone el mismo artículo para el caso de que se mantenga la observación— las irregularidades descubiertas en gastos y sueldos.51
En su comunicado del 24 la Junta de Comandantes juzgaba que la presunta corrupción “acentúa la desmoralización de la población y su descreimiento en los organismos públicos”, lo que podía favorecer a la subversión. Urgía a la adopción de “medidas excepcionales”, para lo que elevaba “recomendaciones al Poder Ejecutivo” dado que, según el comandante en jefe del Ejército, general César Martínez, “los conductos normales de contralor aparecieron como insuficientes”. El ministro de Defensa Armando Malet compartió estas afirmaciones, que se suponía habría conocido Bordaberry antes de que trascendieran a la opinión pública, aunque no había sido así. El mandatario se reunió con los comandantes para aclararles que si bien no discrepaba, se le debería haber enterado previamente. Obvió el hecho modosamente señalado por El Día, de que ni la pretensión castrense de hacer “recomendaciones” ni el posterior comunicado, eran “de recibo desde el punto de vista Constitucional”.52
El presidente se habría comunicado telefónicamente con Pacheco en Madrid, quien le recomendó prudencia. El viernes 26 Bordaberry rechazó la renuncia de Malet. Para entonces la presión militar había logrado postergar las designaciones ya casi decididas para los entes del Estado, aceptando el mandatario sacrificar la candidatura de varios reeleccionistas, por su vinculación con los desmanes del legislativo comunal. La Marina, al menos exteriormente, mostraba acuerdo con las otras armas. Se atribuía a asesores de la presidencia un proyecto para limitar la emisión de comunicados militares y diarios acuerdistas publicaron en sordina críticas a los comandantes en jefe. El lunes 29 el general Martínez afirmó desafiante que el gobierno no acallaría la voz militar en relación con la “corrupción”, en su opinión causante en gran medida de la “subversión”. Señalaba implícitamente a funcionarios públicos y partidos tradicionales, sustrayendo a la izquierda de esta variante de subversión.53
Entró en escena el senador colorado independiente y ortodoxo batllista Amílcar Vasconcellos, inquieto porque el asunto de la Junta sirviera de ariete para desprestigiar a la clase política y atacar a las instituciones. El año anterior había denunciado en la Asamblea General un documento interno de las Fuerzas Armadas de octubre de 1972, que resumía en tres pasos un plan para tomar control de la política. El primer paso se habría dado por el decreto No. 566 del Poder Ejecutivo de septiembre de 1971, que encomendara a las ff. aa. la lucha contra la subversión; el segundo se había consumado al derrotarla; con el tercero, la corporación armada se encargaría de sanear el país. Los uniformados decían desconfiar de los políticos y del gobierno, incapaces de resolver la crisis, al tiempo que constataban que estos desconfiaban de ellos. Se proponían ganar el apoyo popular en el curso de un avance irreversible, siendo en sus palabras las realizaciones que obtuvieran, “de su total responsabilidad […] sin compartir las mismas con ninguna otra institución o repartición civil”. Era de suponer que a este plan respondía el pedido hecho a Bordaberry de participar en las designaciones para la dirección de los entes públicos. Desde que la insubordinación de octubre arrastrara a la renuncia al ministro de Defensa Augusto Legnani, se habían vaciado de autoridad la titularidad de